Solo un segundo
- Lectura en 18 minutos - 3834 palabrasCapítulo 1: El Anuncio del Terror
Era un martes por la tarde cuando todo comenzó. Kaylay estaba tirada en el sofá viendo videos en su celular, envuelta en su cobija favorita (la de rayas azules que tenía desde los seis años), cuando escuchó las palabras más temidas de su existencia.
—Kaylay, tenemos que hablar —dijo su mamá, entrando a la sala con esa cara que significaba problemas.
—¿Qué hice ahora? —preguntó Kaylay sin levantar la vista del teléfono—. Te juro que no fui yo quien dejó el vaso de leche en la mesa. Fue Tomás.
—No es eso, mijita. Es que… llevas más de una semana con esa gripa horrible. Toses toda la noche, tienes fiebre, y ayer casi no pudiste levantarte de la cama.
Kaylay se incorporó lentamente, el corazón empezando a acelerarse. Ya sabía a dónde iba esto.
—Mamá, no…
—Tenemos cita con el doctor mañana a las tres de la tarde.
—¡NO! ¡Mamá, por favor, no! —Kaylay se aferró al sofá como si su vida dependiera de ello—. Ya me siento mejor, ¿ves? —tosió violentamente en medio de su protesta—. Bueno, casi mejor. Me tomaré un té de limón y listo.
Su mamá suspiró, sentándose a su lado.
—Kaylay, ya tiene más de una semana. El doctor Martínez necesita revisarte. Probablemente tengas que…
—¡NO LO DIGAS! —gritó Kaylay tapándose los oídos—. ¡Si no lo dices, no es real!
—Probablemente tengas que ponerte suero, mi amor.
El mundo de Kaylay se derrumbó. Suero significaba agujas. Agujas significaban dolor. Dolor significaba… bueno, significaba el fin del mundo básicamente.
—Mamá, ¿qué hice para merecer esto? ¿Fue por haber comido el último pedazo de torta sin permiso? ¿Por no haber hecho la tarea de matemáticas el viernes? ¡Prometo ser mejor persona! ¡Prometo lavar los platos todos los días! ¡Prometo no pelear más con Tomás!
—Mijita, no es un castigo. Es para que te mejores.
—¡Pero duele muchísimo! La última vez sentí como si me estuvieran clavando una espada en el brazo.
Su hermano Tomás apareció en la puerta, comiendo una manzana con una sonrisa burlona.
—Exagerada nivel mil. Es solo un pinchacito, Kaylay. Ni siquiera dura un segundo.
—¡TÚ QUÉ VAS A SABER! —le gritó Kaylay, lanzándole un cojín que él esquivó fácilmente—. La última vez que te vacunaron lloré más que tú, así que cállate.
—Eso fue hace como cinco años. Ya superalo.
—¡NUNCA LO SUPERARÉ!
Su mamá levantó las manos, tratando de calmar la situación.
—A ver, a ver. Kaylay, si vas sin armar escándalo, te compro un helado después.
—No me interesa.
—¿Y pizza para la cena?
—Tampoco.
—¿Y qué tal… —su mamá hizo una pausa dramática— … si hablamos de la posibilidad, solo la POSIBILIDAD, de tener un gatito?
Los ojos de Kaylay se iluminaron por un microsegundo antes de volver a su expresión de tragedia griega.
—Mamá, sabes que eso es mentira. Siempre dices que después lo pensamos y nunca pasa nada.
—Esta vez hablo en serio. Si vas mañana y te portas bien, el fin de semana vamos al refugio de animales a ver gatitos.
Kaylay la miró con desconfianza.
—¿Lo prometes? ¿De verdad de verdad?
—Te lo prometo.
Hubo un largo silencio. Kaylay se imaginó un gatito naranja y peludo durmiendo en su cama, ronroneando. Luego se imaginó la aguja entrando en su brazo y se estremeció.
—Está bien —dijo finalmente con voz pequeña—. Pero si me muero por el dolor, quiero que sepas que te voy a perseguir como fantasma.
Su mamá sonrió y la abrazó.
—Trato hecho.
Capítulo 2: La Noche Antes de la Batalla
Esa noche, Kaylay no pudo dormir. Se quedó despierta mirando el techo, su mente creando escenarios cada vez más dramáticos sobre lo que pasaría al día siguiente.
¿Y si la aguja era del tamaño de un lápiz? ¿Y si se desmayaba? ¿Y si la enfermera fallaba y tenía que pincharla dos veces? ¿Y si… y si…?
A las dos de la mañana, se levantó y fue caminando de puntitas hasta el cuarto de sus papás.
—¿Mamá? —susurró en la oscuridad.
—¿Kaylay? ¿Qué pasa, mi amor? —su mamá se despertó al instante, preocupada.
—No puedo dormir. Sigo pensando en mañana.
Su mamá se corrió un poco y le hizo espacio en la cama.
—Ven, acuéstate aquí.
Kaylay se acurrucó junto a su mamá, sintiéndose como cuando tenía cinco años y le tenía miedo a los monstruos debajo de la cama.
—Mamá, ¿por qué las agujas tienen que doler?
—Bueno, en realidad no duelen tanto como crees. Es más el miedo que sentimos antes lo que nos hace sufrir.
—Pero la última vez sí me dolió. Me acuerdo perfecto.
—Tenías siete años, Kaylay. Ahora tienes doce. Has crecido, eres más fuerte.
—No me siento más fuerte.
Su mamá le acarició el cabello.
—¿Sabías que cuando yo era niña también le tenía miedo a las agujas?
—¿En serio?
—En serio. Una vez, cuando tenía tu edad, me tuvieron que internar en el hospital por tres días. Me ponían suero todo el tiempo. Los primeros dos días lloré y lloré. Pero el tercer día, conocí a una niña en el cuarto de al lado que tenía que ponerse inyecciones todos los días por una enfermedad crónica.
—¿Y?
—Y ella me dijo algo que nunca olvidé: “El miedo dura más que el dolor”. Tenía razón. Pasaba horas asustada por algo que duraba solo segundos.
Kaylay pensó en esas palabras.
—¿Pero cómo le hago para no tener miedo?
—No se trata de no tener miedo, mi amor. Se trata de ser valiente a pesar del miedo. Eso es lo que significa ser fuerte de verdad.
—¿Y tú crees que yo pueda ser así de valiente?
—Yo sé que puedes. Eres más valiente de lo que crees.
Kaylay se quedó callada, procesando todo. Poco a poco, sus ojos se fueron cerrando y finalmente se durmió, acunada por los latidos del corazón de su mamá.
Capítulo 3: El Día D
La mañana llegó demasiado rápido. Kaylay despertó con un nudo en el estómago. Se miró en el espejo del baño y se dio ánimos a sí misma.
—Tú puedes, Kaylay. Eres valiente. Eres fuerte. Es solo un pinchacito de nada —aunque su voz temblaba un poco al decirlo.
El desayuno fue un martirio. No tenía hambre. La avena le supo a cartón. El jugo de naranja le pareció agrio.
—Tienes que comer algo —le dijo su papá—. No puedes ir en ayunas.
—No puedo. Se me va a regresar todo.
—Aunque sea un pan tostado.
Kaylay mordisqueó un pedacito de pan, masticando lentamente como si fuera su última comida.
Tomás entró a la cocina bailando y cantando una canción inventada:
—Kaylay va al doctor, Kaylay va al doctor, va a ponerse suero y va a chillar un montón…
—¡TOMÁS! —lo regañó su papá.
—¿Qué? Es broma.
—Pues tus bromas no ayudan.
Kaylay le sacó la lengua a su hermano, pero en el fondo agradecía la distracción. Por un momento, se olvidó del miedo.
Las horas pasaron tortuosamente lento. Kaylay intentó ver tele, jugar videojuegos, leer un libro, pero nada funcionaba. Su mente siempre regresaba a la cita de las tres.
A las dos y media, su mamá anunció:
—Es hora de irnos.
El trayecto al consultorio fue silencioso. Kaylay iba en el asiento de atrás, mirando por la ventana. Contó diecisiete árboles, cinco perros, y tres gatos para distraerse. No funcionó.
Cuando llegaron al estacionamiento del consultorio, Kaylay sintió que sus piernas se convertían en gelatina.
—No puedo salir del carro —dijo—. Mis piernas no funcionan.
—Kaylay…
—Hablo en serio, mamá. Estoy paralizada. Es un fenómeno médico. Probablemente tenga que quedarme aquí para siempre.
Su mamá suspiró, pero había una sonrisa en sus labios.
—¿Y el gatito?
Kaylay gruñó. Era un golpe bajo usar al gatito en su contra, pero funcionó. Con piernas temblorosas, salió del carro.
Capítulo 4: La Sala de Espera
El consultorio del Doctor Martínez olía a alcohol y a algo floral que probablemente era un ambientador. Las paredes eran de un color verde menta que se suponía era calmante pero que a Kaylay le parecía nauseabundo.
En la sala de espera había otros niños. Una niña pequeña, de unos cuatro años, jugaba con bloques sin ninguna preocupación en el mundo. Un niño de unos ocho años leía un cómic. Una adolescente tecleaba en su celular con aburrimiento.
“¿Cómo pueden estar tan tranquilos?”, pensó Kaylay. “¿Acaso no saben el horror que les espera?”
Su mamá se acercó a la recepcionista.
—Buenas tardes. Kaylay , cita a las tres.
—Sí, aquí la tengo. Siéntense por favor. El doctor las llamará en un momento.
Un momento. Podía ser un minuto o podía ser una hora. Kaylay se sentó en una de las sillas de plástico azul, su pierna brincando nerviosamente.
Trató de distraerse mirando los carteles en las paredes. Había uno sobre la importancia de lavarse las manos, otro sobre vacunas, y uno más sobre alimentación saludable que mostraba frutas sonrientes que parecían demasiado felices para ser reales.
—¿Quieres que juguemos algo? —le preguntó su mamá, sacando su celular—. ¿Ahorcado? ¿Adivinanzas?
—No tengo ganas.
—¿Quieres agua?
—No.
—¿Quieres que…?
—Mamá, solo quiero que esto termine —dijo Kaylay, y su voz se quebró un poco.
Su mamá le tomó la mano y la apretó.
—Va a estar bien. Te lo prometo.
Quince minutos después (que se sintieron como tres horas), la puerta se abrió y salió una enfermera con una tablet en las manos.
—¿Kaylay?
El corazón de Kaylay se detuvo. Este era el momento. El punto de no retorno.
—Ese… ese no es mi nombre —mintió torpemente, su voz apenas un susurro.
La enfermera sonrió con comprensión.
—Según mi lista, sí lo es.
Su mamá le dio LA MIRADA. Esa mirada que todas las mamás tienen que significa “ni lo pienses siquiera”.
Kaylay se levantó, sus piernas temblando. Caminó hacia la puerta como si fuera una marcha fúnebre.
—Todo va a salir bien —le susurró su mamá—. Respira.
Kaylay respiró. O al menos lo intentó. Sentía como si hubiera olvidado cómo hacerlo.
Capítulo 5: Conociendo a Marta
La enfermera que las recibió era una señora de unos cuarenta años, con el cabello recogido en una coleta y lentes de marco morado brillante que combinaban con sus zapatos. Tenía una sonrisa enorme y amable que casi hacía que Kaylay se sintiera mejor. Casi.
—Hola, Kaylay. Me llamo Marta. Soy la enfermera del Doctor Martínez. ¿Cómo estás?
—Mal. Muy mal. Pésimo. Horrible. Espantoso —respondió Kaylay con los brazos cruzados, su cuerpo entero en modo defensa.
Marta soltó una risita.
—Vaya, eso sí que es honesto. Me gusta. Bueno, señorita sincera, ¿me cuentas qué te ha estado pasando?
—Estoy enferma. Gripa. Tos. Fiebre. Lo típico. Pero ya me siento mejor, así que realmente no necesito estar aquí —dijo Kaylay rápidamente.
—Ajá —Marta revisó su tablet—. Veo que ya llevas más de una semana con síntomas. Y que tu temperatura ha estado alta.
—Solo un poquito alta. Nada del otro mundo.
—Y veo también que ya sabes lo que viene, ¿verdad?
Kaylay sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—El… ¿el suero?
—El suero —confirmó Marta con un gesto de la cabeza.
Kaylay sintió que las lágrimas empezaban a acumularse en sus ojos. No quería llorar. Llorar era de bebés. Ella tenía doce años, casi trece. Pero las lágrimas no le hicieron caso.
Marta dejó la tablet a un lado y se agachó para quedar a la altura de Kaylay, mirándola directamente a los ojos.
—Mira, Kaylay, te voy a contar un secreto. Pero tienes que prometerme que no se lo vas a contar a nadie. ¿Promesa?
Kaylay asintió, curiosa a pesar de su miedo.
—Cuando yo era niña, le tenía un terror absoluto a las agujas. Más que tú, probablemente.
—¿En serio? —preguntó Kaylay, limpiándose los ojos.
—En serio. Una vez, cuando tenía como nueve años, mi mamá me llevó a vacunar. Y yo estaba tan asustada que cuando la enfermera me llamó, me escondí debajo de la camilla del consultorio.
—¿De verdad?
—De verdad. Y no solo eso. Me aferré a las patas de la camilla con todas mis fuerzas. Tardaron como veinte minutos en sacarme de ahí. Fue todo un drama. Mi mamá estaba súper apenada y yo gritaba como si me estuvieran torturando.
Kaylay se rio un poquito a pesar de sí misma, imaginándose la escena.
—¿Y qué pasó?
—Pues finalmente me sacaron, obviamente. Y ¿sabes qué? Cuando me pusieron la vacuna, me di cuenta de algo muy importante.
—¿Qué cosa?
—Que todo el miedo que había sentido, todas esas lágrimas, todos esos gritos… habían sido mil veces peor que el pinchazo en sí. El pinchazo duró dos segundos. Mi terror duró horas.
Kaylay procesó esas palabras lentamente.
—Pero… ¿duele?
Marta no le mintió.
—Te voy a ser honesta, Kaylay, porque eres una persona sincera y mereces que yo también lo sea. Sí, se siente algo. No te voy a decir que no vas a sentir nada porque sería mentira. Pero tampoco es ese dolor terrible que te imaginas. Es más como… ¿alguna vez te ha picado un zancudo?
—Sí.
—Bueno, pues es parecido. Es como una picadura rápida. Molesta, sí. Pero dura un segundo, literal. Y luego se acabó y ya está adentro y ya no sientes más nada.
—¿Y si me desmayo?
—No te vas a desmayar. Pero si llegara a pasar, que no va a pasar, estamos aquí para cuidarte. Este es un lugar seguro, Kaylay.
Kaylay miró a su alrededor. La habitación era pequeña pero limpia. Había un póster de un gatito colgando de una rama que decía “Aguanta ahí”. Había otro de una anatomía del cuerpo humano. Y había una ventana por donde entraba el sol de la tarde.
—¿Lista? —preguntó Marta suavemente.
—No —respondió Kaylay con honestidad.
—Está bien. Nadie está listo nunca. Pero, ¿sabes qué? Vamos a hacerlo juntas, paso a paso. Te voy a explicar todo lo que voy a hacer antes de hacerlo. Sin sorpresas. ¿Te parece?
Kaylay respiró profundo.
—Está bien.
Capítulo 6: El Momento de la Verdad
Marta comenzó a preparar todo con movimientos lentos y deliberados, explicando cada paso.
—Primero, voy a limpiar tu brazo con este algodón con alcohol. Va a estar un poquito frío, pero nada más.
Pasó el algodón por el brazo de Kaylay. Efectivamente, estaba frío.
—Ahora voy a poner este torniquete. Es como una banda elástica. Va a apretar un poquito para que tus venas se vean mejor. No duele, solo se siente apretado.
Kaylay sintió la presión en su brazo. Su mamá, que estaba sentada junto a ella, le sostenía la otra mano.
—Respira, mi amor —le recordó su mamá.
—Eso es, respira —concordó Marta—. La respiración es super importante. Cuando respiras profundo, tu cuerpo se relaja. Entonces, hagamos un ejercicio. Vamos a respirar juntas. Inhala contando hasta cuatro…
Kaylay inhaló. Uno, dos, tres, cuatro.
—Y ahora exhala contando hasta cuatro…
Exhaló. Uno, dos, tres, cuatro.
—Perfecto. Muy bien. Ahora, voy a buscar la vena. Voy a tocar tu brazo con mis dedos, pero no te voy a pinchar todavía, ¿okay?
Kaylay asintió, su corazón latiendo tan fuerte que estaba segura de que todos en el consultorio podían escucharlo.
Marta palpó su brazo suavemente, buscando la mejor vena.
—Aquí está. Perfecta. Okay, Kaylay, ahora viene la parte importante. Voy a preparar la aguja. Tú no tienes que mirar si no quieres. Mucha gente prefiere voltear para otro lado.
—Yo… yo quiero ver —dijo Kaylay, sorprendiéndose a sí misma.
—¿Estás segura?
—Creo que sí. Mi mamá dice que lo que no conocemos nos da más miedo.
Marta sonrió con aprobación.
—Tu mamá es muy sabia. Okay, pues mira. Esta es la aguja. Como ves, es delgadita. No es gigante como te la imaginas, ¿verdad?
Kaylay la miró. Tenía razón. No era tan grande como en sus pesadillas. Era delgada, casi como un cabello grueso.
—Ahora, aquí viene. Vamos a contar hasta tres. En tres, voy a pinchar. ¿Lista?
—Espera, espera, espera —Kaylay sentía el pánico subiendo—. No estoy lista. Dame un segundo más.
—Tómate tu tiempo —dijo Marta pacientemente.
Kaylay cerró los ojos. Pensó en el gatito que vería el fin de semana. Un gatito naranja, peludo, con ojos verdes. Un gatito que ronronearía en su cama y jugaría con bolitas de papel.
—Okay —dijo, abriendo los ojos—. Lista.
—Perfecto. Respira profundo. Uno…
Kaylay inhaló.
—Dos…
Exhaló.
—Tres.
Sintió un pinchazo rápido. Un ardor pequeño. Un… ¿eso era todo?
—Ya está —dijo Marta sonriendo.
—¿QUÉ? —Kaylay miró su brazo con los ojos muy abiertos. La aguja ya estaba adentro. El suero comenzaba a gotear lentamente—. ¿Ya? ¿Eso fue todo? ¿En serio?
—En serio —confirmó Marta, asegurando la aguja con cinta adhesiva—. Ya estás conectada. Ahora solo tienes que quedarte quieta mientras entra el suero. Son como veinte minutos más o menos.
Kaylay no lo podía creer. Había pasado toda la noche sin dormir, toda la mañana angustiada, todo el camino al consultorio aterrada… ¿y el momento en sí había durado dos segundos?
Su mamá tenía lágrimas en los ojos, pero esta vez eran lágrimas de orgullo.
—Lo hiciste, mi amor. Estoy tan orgullosa de ti.
Kaylay se sintió un poco tonta por todo el drama, pero también se sintió… orgullosa de sí misma. Había enfrentado su miedo más grande y había sobrevivido.
—¿Sabes qué, Marta? —dijo Kaylay después de un momento—. Tenías razón.
—¿Sobre qué?
—Sobre que el miedo es peor que el dolor. Pasé días asustada por algo que duró dos segundos.
Marta le guiñó el ojo.
—Bienvenida al club de las valientes.
Capítulo 7: Los Meses Siguientes
Desafortunadamente para Kaylay, esa no fue la última vez que tuvo que ir al doctor en los siguientes meses. Su sistema inmune estaba débil, explicó el Doctor Martínez. Necesitaba más sueros, vitaminas, y un montón de vacunas que se había saltado.
La segunda visita fue casi tan dramática como la primera. Kaylay lloró en el carro. Se aferró a la puerta del consultorio. Le rogó a su mamá que la dejara saltarse solo esta vez.
Pero Marta estaba ahí de nuevo, con sus lentes morados y su sonrisa paciente.
—Hola, campeona. ¿Lista para otra batalla?
Y de alguna manera, con Marta explicándole cada paso otra vez, Kaylay lo logró.
La tercera visita, lloró solo un poquito. Se le salieron algunas lágrimas cuando vio la aguja, pero respiró profundo y contó hasta tres con Marta.
La cuarta visita, no lloró, pero sí cerró los ojos muy, muy fuerte y apretó la mano de su mamá hasta que probablemente le cortó la circulación.
La quinta visita fue diferente. Kaylay decidió ser valiente de verdad. Se sentó en la camilla sin protestar. Extendió su brazo sin que nadie se lo pidiera.
—Vaya —dijo Marta, impresionada—. Mira nada más quién está aquí. Mi alumna estrella.
—No es para tanto —dijo Kaylay, aunque por dentro se sentía bastante orgullosa.
—¿Quieres mirar o prefieres voltear?
Esta vez, Kaylay decidió mirar. Vio cómo la aguja entraba en su piel. Sintió el pinchazo familiar, ese ardor pequeño que ahora conocía bien.
—¿Ves? —dijo Marta—. Ya casi eres una experta.
Pero no fue hasta la séptima visita que algo cambió de verdad.
Kaylay entró al consultorio y, por primera vez, no sintió ese terror paralizante en el estómago. Sentía nervios, sí. Pero no terror.
—Hola, Marta —saludó, sentándose en la camilla.
—Hola, Kaylay. ¿Cómo estamos hoy?
—Estamos… bien, creo.
Y era verdad. Estaba bien. No estaba feliz de tener que ponerse suero otra vez, pero estaba bien.
Cuando Marta puso la aguja, Kaylay ni siquiera se inmutó. Vio cómo entraba, sintió el pinchazo, y luego simplemente… se relajó.
—Wow —dijo su mamá—. Mírate nada más.
—¿Qué?
—Estás tan tranquila. Hace unos meses gritabas que te estaban matando.
Kaylay se rio.
—Bueno, ahora sé que no me van a matar. Es solo un pinchacito de nada.
Marta se acercó y le dio un golpecito suave en el hombro.
—¿Sabes qué, Kaylay? Eres oficialmente mi paciente favorita. Has hecho un progreso increíble.
—Gracias por ser paciente conmigo —dijo Kaylay sinceramente—. Sé que fui todo un drama al principio.
—Para nada. Bueno, sí, un poco —Marta se rio—. Pero todos tenemos cosas que nos asustan. Lo importante no es no tener miedo. Lo importante es enfrentar ese miedo una y otra vez hasta que se hace más pequeño.
—Como practicar para un examen.
—Exactamente. Como practicar para un examen. O como aprender a andar en bicicleta. Al principio da miedo, te caes, te raspas. Pero sigues intentando y un día, sin darte cuenta, ya no tienes miedo. Ya lo dominas.
Kaylay pensó en esas palabras. Tenían sentido. El miedo no había desaparecido del todo, pero ya no la controlaba.
Capítulo 8: El Gatico Naranja
Como prometido, el fin de semana después de la primera cita, la familia de Kaylay fue al refugio de animales.
El lugar olía a desinfectante y a gato. Había jaulas con perros ladrando, conejos saltando, y una sección entera dedicada a los gatos.
—Recuerda —le dijo su papá—. Solo vamos a mirar. No prometimos nada.
—Tu papá tiene razón —concordó su mamá—. Pero… si alguno nos enamora…
Kaylay casi brincó de emoción. Recorrió las jaulas mirando cada gato con atención. Había gatos negros, blancos, grises, manchados. Había gatitos bebés y gatos adultos. Había unos tímidos y otros que maullaban pidiendo atención.
Y entonces lo vio.
En una jaula de la esquina, había un gato naranja de tamaño mediano, con ojos verdes enormes y una expresión que parecía decir “¿qué tú miras?”.
—Ese —dijo Kaylay, señalando—. Ese es.
—¿Estás segura? Ni siquiera has visto todos…
—Estoy segura.
La encargada del refugio abrió la jaula y el gato naranja salió caminando con actitud, como si fuera el dueño del lugar. Se acercó a Kaylay, la olfateó, y luego, para sorpresa de todos, saltó a sus brazos y comenzó a ronronear.
—Bueno —dijo su papá—. Creo que él también te escogió a ti.
—¿Cómo se llama? —preguntó Kaylay, acariciando su pelaje suave.
—Ese es Simba. Tiene seis meses. Lo trajeron hace dos semanas. Es un poco… digamos que tiene personalidad.
—Es perfecto —dijo Kaylay.
Y así fue como Simba llegó a la casa.
El gato naranja resultó ser todo un personaje. Dormía en lugares extraños, como encima del refrigerador o dentro del closet de Kaylay. Le gustaba robar calcetines y esconderlos debajo del sofá. Maullaba a las tres de la mañana sin razón aparente.
Pero también era el mejor amigo que Kaylay podría haber pedido. Cuando ella hacía tarea, Simba se acostaba sobre sus libros. Cuando veía televisión, Simba se acurrucaba en su regazo. Cuando estaba triste, Simba parecía saberlo y se quedaba cerca, ronroneando.
Una noche, unos meses después, Kaylay estaba en su cama con Simba cuando su mamá entró a darle las buenas noches.
—¿Sabes? —dijo Kaylay—. Estuve pensando.
—¿Sobre qué, mi amor?
—Sobre las agujas y todo eso. Y me di cuenta de algo.
—¿De qué?
—De que si no hubiera ido a esa primera cita, si me hubiera quedado con mi miedo, no tendría a Simba ahora.
Su mamá sonrió.