Reflectores
- Lectura en 5 minutos - 853 palabrasLa Perfección de Cristal
Isabella había llegado a la cima. A los veintiocho años, era la influencer de belleza más famosa del país. Dos millones de seguidores adoraban sus tutoriales de maquillaje, sus reseñas de productos y, sobre todo, su rostro perfectamente simétrico.
Lo que no sabían era el precio que había pagado por esa perfección.
Todo había comenzado cinco años atrás, cuando un comentario cruel en una de sus primeras fotos la destruyó: “Nariz horrible, mejor dedícate a otra cosa”. Esa noche lloró durante horas frente al espejo, analizando cada defecto que nunca antes había notado.
La primera cirugía fue solo la nariz. Luego vinieron los labios, porque se veían muy pequeños en comparación. Después los pómulos, porque necesitaba más definición. Las cejas tatuadas para la forma perfecta. Botox para eliminar cualquier línea de expresión. Rellenos para redondear donde era necesario.
Cada procedimiento venía acompañado de más seguidores, más contratos publicitarios, más dinero. Isabella se convenció de que había tomado las decisiones correctas. Era hermosa, exitosa, admirada.
Pero había algo que la inquietaba. En los últimos meses, cuando se miraba en el espejo sin filtros ni luces profesionales, no se reconocía. Era como ver a una extraña. Una extraña muy bella, pero extraña al fin.
La crisis llegó el día que visitó a su abuela en el asilo.
—¿Quién eres, hijita? —le preguntó la anciana con confusión genuina.
—Soy Isabella, abuela. Tu nieta.
Su abuela la estudió con ojos entrecerrados. —No, mi Isabella tenía hoyuelos cuando sonreía. Y una pequeña cicatriz en la barbilla de cuando se cayó de la bicicleta. Tú eres muy bonita, pero no eres mi nieta.
Isabella sintió como si le hubieran dado una bofetada. Su abuela tenía Alzheimer, pero en ese momento de lucidez había visto lo que Isabella se negaba a admitir: había borrado a la persona que era.
Esa noche, en su departamento lleno de productos de belleza y luces de ring, Isabella se sentó frente al espejo sin maquillaje. Se tocó la cara buscando algo familiar, algún rastro de la niña que había sido. Los hoyuelos habían desaparecido con los rellenos. La cicatriz de la barbilla había sido borrada con láser. Incluso su sonrisa era diferente debido a los cambios en los labios.
—¿Quién soy? —se preguntó en voz alta.
Su teléfono vibró. Un comentario en su última foto: “¡Eres tan perfecta! ¡Ojalá pudiera verme como tú!”
Isabella leyó los miles de comentarios similares. Todas esas chicas jóvenes que la idolatraban, que querían parecerse a ella. ¿Qué les estaba enseñando?
Al día siguiente, Isabella hizo algo que jamás había hecho. Subió una foto sin filtros, sin maquillaje, sin edición. Escribió:
“Esta soy yo realmente. He gastado cinco años y una fortuna tratando de ser ‘perfecta’. Perdí mis hoyuelos, mi cicatriz especial, mi sonrisa natural. Mi propia abuela no me reconoce. Les he mentido, y me he mentido a mí misma. La belleza artificial puede ser impresionante, pero no reemplaza quienes somos realmente.”
El post se volvió viral en horas. Miles de mujeres compartieron sus propias historias. Algunas con cirugías que lamentaban, otras con obsesiones por filtros que las tenían deprimidas. Muchas agradecieron su honestidad.
Por supuesto, también hubo críticas feroces. Perdió patrocinadores, algunos seguidores la abandonaron, le dijeron que había “perdido la belleza” y que era una hipócrita.
Pero algo sorprendente pasó también: comenzó a recibir mensajes de madres agradeciendo que sus hijas hubieran visto su video. Terapeutas la contactaron para colaborar en charlas sobre autoestima. Jóvenes le escribían diciéndole que su honestidad las había salvado de tomar decisiones drásticas.
Isabella decidió usar su plataforma para algo diferente. Comenzó a mostrar el proceso de “deshacer” algunos de sus procedimientos. No todos eran reversibles, pero algunos sí. Documentó su camino de regreso hacia ella misma.
Seis meses después, cuando visitó nuevamente a su abuela, la anciana la miró con una sonrisa brillante.
—¡Isabella! —exclamó—. Ahí están mis hoyuelos favoritos.
Isabella se tocó las mejillas, donde los hoyuelos habían regresado después de disolver los rellenos. La cicatriz de la barbilla también había vuelto, pequeña pero suya.
—Hola, abuela —dijo, sonriendo con su sonrisa original—. Soy yo otra vez.
Su nueva serie de videos sobre “Belleza Auténtica” tenía menos seguidores que antes, pero las interacciones eran más profundas, más reales. Las chicas que la seguían ahora no querían parecerse a ella; querían parecerse a sí mismas.
Una tarde, mientras editaba un video sobre autoaceptación, Isabella se miró en la pantalla. Ya no era la mujer “perfecta” de antes. Tenía algunas líneas de expresión, su nariz era ligeramente torcida, sus labios eran más delgados. Pero por primera vez en años, cuando se veía, pensaba: “Esa soy yo”.
Y eso, se dio cuenta, era mucho más valioso que cualquier perfección artificial.
En su último video, Isabella dijo algo que se volvió viral:
“La belleza artificial puede darte seguidores, contratos, incluso admiración. Pero solo la belleza auténtica te da paz. Y la paz contigo misma no tiene precio.”
Isabella nunca se arrepintió de haber elegido ser real por encima de ser perfecta. Había perdido la perfección artificial, pero había ganado algo mucho más valioso: se había recuperado a sí misma.