Nueva etapa
- Lectura en 11 minutos - 2193 palabrasLa Primavera de Kaylay
Un relato sobre crecer, cambiar y descubrirse
Me llamo Kaylay, y hoy quiero compartir con ustedes una historia que marcó el inicio de mi adolescencia. Una de esas experiencias que, aunque en su momento me parecieron el fin del mundo, ahora las recuerdo con una mezcla de ternura y nostalgia.
El día que cambió todo
Era un día común y corriente. El sol entraba por la ventana del baño mientras yo estaba ahí, tranquila, en mi propio mundo. No tenía idea de que mi vida estaba a punto de dar un giro inesperado. De repente, sentí algo extraño. Algo húmedo que me bajaba. Mi corazón comenzó a latir más rápido. Miré hacia abajo y lo vi: sangre.
En ese momento, mi mente entró en pánico absoluto.
“¡Andrés ha llegado!” pensé de manera totalmente ilógica, como si ese tal Andrés tuviera algo que ver con lo que estaba pasando en mi cuerpo. No tenía sentido, pero el miedo no suele tenerlo.
Vivía con mi tía en esa época, y ella era mi referente, mi figura materna, la persona a quien acudía cuando el mundo parecía desmoronarse. Así que hice lo único que pude hacer en ese instante de desesperación: grité su nombre como si estuviera en peligro mortal.
“¡TÍAAAAA!” —mi voz resonó por toda la casa con una urgencia dramática, como si me estuviera muriendo.
La escuché correr por el pasillo. Sus pasos apresurados subían las escaleras de dos en dos. Abrió la puerta del baño de golpe, con los ojos muy abiertos y el rostro lleno de preocupación.
“¿Qué pasó, mi amor? ¿Estás bien?”
Yo, con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, le mostré lo que había descubierto. Esperaba que ella también entrara en pánico, que llamara a una ambulancia, que confirmara mis peores temores.
Pero no.
Mi tía miró, procesó la información, y entonces… se puso a reír.
No era una risa burlona, sino cálida, llena de comprensión y alivio. Se sentó en el borde de la bañera y me tomó de las manos.
“Ay, mi niña hermosa, no te preocupes. Esto es algo bueno. Es parte de nosotras, las mujeres.”
Yo quedé… ¿cómo decirlo? Mínimo común múltiplo. Taki taki rumba. Verbo tú bi. Totalmente descolocada, sin entender absolutamente nada. ¿Cómo podía ser “bueno” estar sangrando? ¿Acaso estaba loca mi tía?
La explicación
Con paciencia infinita, mi tía comenzó a explicarme. Me habló sobre la menstruación, sobre cómo mi cuerpo se estaba transformando, convirtiéndose de niña en señorita. Me dijo que esto me acompañaría casi toda mi vida, que era completamente normal y natural, que millones de mujeres en el mundo pasaban por lo mismo cada mes.
Mientras hablaba, yo la miraba con una mezcla de asombro, incredulidad y un poco de vergüenza. ¿Por qué nadie me había hablado de esto antes? ¿Por qué no venía con un manual de instrucciones?
“Necesitas toallitas sanitarias,” dijo mi tía con practicidad. “Le voy a decir a tu hermano que vaya a comprarlas.”
“¡¿QUÉ?! ¡¿A MI HERMANO?!” —casi me da un infarto ahí mismo.
Pero mi tía ya había salido del baño, llamando a mi hermano con esa autoridad que no admitía réplicas.
La misión de mi hermano
Minutos después, observé desde la ventana de mi habitación cómo mi hermano salía de casa con las manos en los bolsillos, caminando con esa actitud despreocupada que solo los adolescentes varones pueden tener. No tenía idea de la vergüenza que estaba a punto de experimentar en la farmacia.
Cuando regresó, la escena fue digna de una comedia. Venía cargando una bolsa negra, enorme, como si trajera contrabando o algo ilegal. La sostenía de la punta, con el brazo extendido lo más lejos posible de su cuerpo, como si la bolsa fuera a explotar en cualquier momento.
Entró a la casa caminando rápido, con la cara roja como un tomate, y aventó la bolsa en mis manos sin hacer contacto visual.
“Toma. Ya. Adiós.” —y salió corriendo de vuelta a su habitación.
Mi tía y yo nos miramos y estallamos en carcajadas. Era absurdo, incómodo, pero también extrañamente tierno. Mi hermano, a su manera torpe y avergonzada, había estado ahí para mí.
Los cambios continúan
Ese fue solo el comienzo de mi transformación.
Tiempo después, noté que mis pezones comenzaban a crecer. Al principio dolía, una sensibilidad extraña que me hacía consciente de cada movimiento, de cada roce con la ropa. Buscaba información en secreto, preguntándome si era normal, si algo estaba mal conmigo.
Pero gradualmente, el dolor se normalizó. Mi cuerpo se estaba desarrollando, creciendo. Mis senos tomaron forma, hasta llegar a un punto donde simplemente… se quedaron así. Era yo, mi nueva normalidad.
Luego vinieron otros cambios. Empecé a crecer en altura. Mis caderas se ensancharon, dándole a mi cuerpo una silueta diferente, más curvada, más femenina. Me miraba al espejo y apenas reconocía a la niña que había sido solo unos meses atrás.
“Me puse más mamacita,” pensaba para mis adentros con una sonrisa traviesa, experimentando por primera vez esa confianza que viene con aceptar y amar tu propio cuerpo.
El otro lado de la historia: La experiencia de mi hermano
Años después, cuando mi hermano y yo ya éramos adultos y podíamos hablar con más apertura sobre aquellos tiempos incómodos, me contó su propia versión de la adolescencia. Y me di cuenta de que, aunque diferentes, sus experiencias habían sido igual de confusas y aterradoras que las mías.
“¿Te acuerdas cuando me mandaron a comprar tus toallitas?” me dijo un día mientras tomábamos café. “Ese fue probablemente uno de los días más vergonzosos de mi vida. Pero no fue nada comparado con mi propio… despertar.”
Mi hermano me contó que su transformación también llegó sin previo aviso. Una mañana despertó con las sábanas manchadas y un pánico absoluto. Pensó que había orinado la cama, algo que no le pasaba desde que era un niño pequeño. Pero al revisar, se dio cuenta de que no era eso. Era algo más viscoso, blanquecino.
“No tenía idea de qué era eso,” me confesó. “Pensé que estaba enfermo, que algo estaba mal conmigo. Me escondí las sábanas bajo la cama y esperé que nadie se diera cuenta.”
Pero claro, mi tía eventualmente las encontró. Y tal como había hecho conmigo, se sentó con él y le explicó que era completamente normal. Que era una emisión nocturna, algo que les pasaba a los chicos cuando sus cuerpos comenzaban a madurar sexualmente.
“Me quería morir de la vergüenza,” recordó. “Era diferente a tu situación porque nadie hablaba de esto. Al menos las chicas tenían amigas que compartían experiencias sobre la menstruación. Nosotros, los varones, no hablábamos de nada. Era como un secreto sucio que cada uno guardaba para sí mismo.”
Su voz cambió de tono mientras continuaba. También había experimentado cambios físicos que lo desconcertaban. Su voz comenzó a quebrarse en momentos aleatorios, haciéndolo sonar como una radio mal sintonizada. Pasaba de un tono agudo a uno grave sin control alguno. En medio de una clase, podía empezar a hablar normalmente y terminar sonando como un pato graznando.
“Los otros chicos se burlaban,” me dijo. “Y lo peor era que no podía controlarlo. Era como si mi cuerpo me estuviera traicionando públicamente.”
Le empezó a salir vello en lugares donde nunca había tenido. En el pecho, en la cara, en zonas íntimas. Se miraba al espejo y veía a un extraño. Su rostro se llenó de acné, algo que lo hacía sentir feo e inseguro. Pasaba horas en el baño tratando de reventar cada granito, solo para que aparecieran más al día siguiente.
“Y luego estaban las erecciones involuntarias,” dijo con una risa incómoda. “Dios mío, eso era una tortura. Podía estar en clase, tranquilo, pensando en matemáticas, y de repente… pasaba. Sin razón. Y tenía que quedarme sentado, esperando a que se me pasara, rezando para que nadie me pidiera parar al frente.”
Me contó que también su cuerpo creció, pero de manera desigual y torpe. Sus pies se hicieron enormes de la noche a la mañana, haciendo que tropezara constantemente. Sus brazos y piernas se alargaron, pero su coordinación no seguía el mismo ritmo. Se volvió patoso, chocando con muebles, derramando cosas.
“Me sentía como un alien en mi propio cuerpo,” confesó. “Y lo peor era que se suponía que tenía que actuar como si todo estuviera bien, como si fuera ‘cosa de hombres’ no sentirse confundido o asustado.”
Sus hombros se ensancharon, su voz finalmente se asentó en un tono más grave, le salió la nuez de Adán. Comenzó a necesitar desodorante porque su olor corporal cambió por completo. Todo su ser se estaba transformando en algo nuevo, y nadie le había dado un manual de instrucciones tampoco.
“Cuando la tía me mandó a comprar tus toallitas,” continuó, “me sentí tan incómodo porque sabía exactamente lo que estabas pasando. Esa sensación de que tu cuerpo está haciendo cosas que no puedes controlar, que te están pasando cosas de adulto pero todavía te sientes como un niño. Por eso agarré la bolsa de la punta y salí corriendo. No era porque me diera asco o algo así. Era porque me recordaba mi propia vulnerabilidad.”
Aprendiendo a convivir conmigo misma
Mi tía tenía razón. Aprendí a convivir con mi menstruación, con los cambios de humor, con los cólicos ocasionales, con la necesidad de planificar mi vida alrededor de esos días del mes. Dejó de ser un monstruo aterrador para convertirse en una compañera constante, a veces molesta, pero parte fundamental de quien soy.
Aprendí a llevar toallitas en mi mochila, a tener siempre un cambio de ropa de emergencia, a reconocer las señales de mi cuerpo antes de que llegara mi periodo. Descubrí que el chocolate realmente ayuda, que una bolsa de agua caliente puede ser tu mejor amiga, y que está bien tomarse un día de descanso cuando tu cuerpo te lo pide.
Y mi hermano, a su manera, también aprendió a convivir con su nueva realidad. Aprendió a afeitarse sin cortarse demasiado. Descubrió qué productos funcionaban mejor para su acné. Aceptó su nueva voz, su nueva altura, su nuevo cuerpo. Aprendió que las erecciones involuntarias eventualmente se volvían menos frecuentes. Que tropezar con sus propios pies era temporal hasta que su cerebro se acostumbrara a sus nuevas proporciones.
Pero más allá de los aspectos prácticos, lo más importante fue aprender a aceptar nuestras transformaciones. Estábamos dejando de ser niños para convertirnos en adultos jóvenes, y ese proceso, aunque confuso y a veces incómodo, era hermoso a su manera.
Reflexiones de dos adolescentes
Hoy, cuando miramos hacia atrás, nos reímos de aquella Kaylay aterrorizada en el baño y de aquel hermano escondiendo sábanas manchadas debajo de la cama. Nos reímos de la bolsa negra sostenida con pinzas imaginarias. Nos reímos de nuestra propia ignorancia e inocencia.
Pero también sentimos gratitud. Gratitud por mi tía, quien con paciencia y amor nos guió a través de esos primeros pasos confusos a ambos. Gratitud por nuestros cuerpos, que nos mostraron que somos fuertes y capaces de adaptarnos. Gratitud por habernos tenido el uno al otro, aunque en ese momento no lo supiéramos.
Nuestra adolescencia apenas comenzaba en esos días. Vendrían muchos más cambios, muchas más experiencias, alegrías y desafíos. Pero esos momentos marcaron un antes y un después. Fueron los días en que nuestros cuerpos nos dijeron: “Es hora de crecer.”
Y nosotros, después del pánico inicial, aprendimos a escucharlos.
Mensaje final
A todas las chicas y chicos que están pasando por lo mismo: es normal sentir miedo, confusión o vergüenza. Es normal no entender qué está pasando. Pero quiero que sepan que no están solos. Millones de personas hemos pasado por exactamente lo mismo, y todas sobrevivimos para contar la historia.
Tu cuerpo no está roto, no estás enfermo, no hay nada malo contigo. Estás floreciendo, como una flor en primavera. Y aunque el proceso pueda ser incómodo, al final de todo, te convertirás en una versión más fuerte y más consciente de ti mismo.
A las chicas: sus períodos no son algo de lo que avergonzarse. Son una señal de que sus cuerpos son increíbles y capaces de cosas maravillosas. Hablen de ello, pregunten, no lo escondan como si fuera algo sucio.
A los chicos: sus cambios también son válidos y confusos. No tienen que actuar como si todo estuviera bajo control todo el tiempo. Está bien sentirse raro en su propio cuerpo. Está bien no saber qué hacer con esa voz quebrada o esas manos que de repente son enormes. Está bien hablar de ello.
Hablen con alguien de confianza —su mamá, su papá, una tía, un tío, una hermana mayor, un hermano mayor, un amigo— y no tengan miedo de hacer preguntas. No hay preguntas tontas cuando se trata de su propio cuerpo.
Y recuerden: son hermosos, son fuertes, y están exactamente donde deben estar.
Con cariño,
Kaylay y su hermano
Esta es nuestra historia. Esta es la historia de todos los chicos y chicas que un día dejaron de ser niños y comenzaron el hermoso y caótico viaje de convertirse en adultos. Aunque nuestros caminos fueron diferentes, al final, todos estábamos navegando la misma tormenta de crecimiento, cambio y descubrimiento.