Nada es lo que parece
- Lectura en 17 minutos - 3612 palabrasCapítulo 1: El Día en el Centro Comercial
Kaylay tenía dieciocho años. Dieciocho años completos, con acta de nacimiento y todo. Pero nadie, absolutamente nadie, le creía.
Era sábado por la tarde y había salido con su mamá al centro comercial. No porque necesitara que la acompañaran (tenía dieciocho años, por favor), sino porque simplemente le gustaba pasar tiempo con ella.
Caminaban por los pasillos viendo vitrinas, Kaylay con su mano entrelazada con la de su mamá, cuando se detuvieron frente a una tienda de ropa.
—Mira, qué bonita esa blusa —dijo su mamá señalando el aparador.
—Sí, está linda. ¿Entramos?
Mientras miraban la ropa, una señora mayor que trabajaba en la tienda se acercó con una sonrisa enorme.
—¡Ay, qué bonita está tu niña! —le dijo a la mamá de Kaylay—. ¿Cómo se llama?
Kaylay sintió ese cosquilleo familiar en el estómago. Aquí vamos otra vez.
—Se llama Kaylay —respondió su mamá con su mejor sonrisa—. Gracias, sí es hermosa.
—¡Kaylay! Qué nombre tan lindo. Y dime, ¿cuántos añitos tiene tu princesa?
Aquí venía. El momento que Kaylay temía y al mismo tiempo encontraba hilarante.
Su mamá se rio, esa risa que Kaylay conocía tan bien. La risa que decía “prepárate para la sorpresa”.
—Es vieja, señora —dijo su mamá con una carcajada—. Tiene dieciocho años.
El silencio que siguió fue épico. La señora parpadeó una, dos, tres veces. Miró a Kaylay de arriba abajo. Luego volvió a mirar a su mamá como si le hubiera hablado en chino.
—¿Dieciocho? —repitió la señora, incrédula.
—Dieciocho —confirmó Kaylay con una sonrisa tímida.
—Ay, Dios mío. Pero… pero no parece. Parece como si tuviera doce años.
“Doce años”, pensó Kaylay. “Siempre doce años. Nunca trece, nunca quince. Siempre doce”.
—Gracias —dijo Kaylay automáticamente, aunque no sabía muy bien si era algo por lo que debía agradecer.
La señora seguía mirándola con asombro, como si Kaylay fuera un fenómeno de circo.
—Es que tienes una cara tan… tan limpia. Tan juvenil. Y eres delgadita. ¿Cuánto mides?
—Un metro sesenta y tres.
—Ay, pero qué suerte —dijo la señora, recuperándose del shock—. Cuando tengas cuarenta vas a parecer de veinticinco. Ya verás.
Era lo que todos decían. Siempre. Como si fuera un consuelo.
Cuando salieron de la tienda, Kaylay volteó a ver a su mamá con esa expresión de “¿ves lo que me haces pasar?”.
—¿Por qué siempre piensan eso de mí, mamá?
Su mamá se encogió de hombros, todavía sonriendo.
—Porque tienes cara de bebé, mi amor. Es genética. Yo también parecía muy joven a tu edad.
—Pero es incómodo. Ya tengo dieciocho. Soy adulta. Y todos me tratan como si fuera una niña.
—Lo sé, mi vida. Pero míralo por el lado positivo…
—¿Cuál lado positivo?
—Pues… —su mamá pensó por un momento—. Al menos nadie te va a pedir que muestres tu identificación cuando pidas un helado para niños con descuento.
Kaylay no pudo evitar reírse a pesar de su frustración.
Capítulo 2: El Incidente del Cine
Una semana después, Kaylay decidió ir al cine con sus amigas. Película de las nueve de la noche, clasificación C (solo mayores de dieciocho años). Pan comido, ¿verdad? Después de todo, tenía dieciocho años.
Llegó a la taquilla con sus amigas Daniela y Sofía, quienes por alguna razón cósmica sí parecían de dieciocho años.
—Tres boletos para ‘Medianoche Oscura’, por favor —dijo Daniela.
El chico de la taquilla, un tipo de unos veinte años con el uniforme del cine, las miró.
—¿Identificaciones?
Daniela y Sofía sacaron sus identificaciones sin problema. Kaylay buscó en su bolsa.
El chico revisó las identificaciones de sus amigas y asintió. Luego tomó la de Kaylay.
La miró. Miró a Kaylay. Miró la identificación otra vez. Frunció el ceño.
—¿Esta es tu identificación real?
—Sí —respondió Kaylay, sintiendo cómo la frustración empezaba a crecer.
—¿No es falsa?
—No, es real. Completamente real.
El chico la giró, la miró contra la luz como si fuera un billete sospechoso.
—Es que no pareces de dieciocho.
—Pero lo soy.
—¿De verdad?
—De verdad de verdad.
Sus amigas ya estaban tratando de no reírse. Kaylay les lanzó una mirada asesina.
—Mira —dijo Kaylay, sacando su teléfono—. Aquí está mi acta de nacimiento digital. Aquí mi licencia de conducir que acabo de sacar. Aquí una foto de mi graduación de preparatoria hace tres meses.
El chico estudió todo con expresión de detective.
—Okay, okay. Perdón. Es solo que… en serio pareces de como doce o trece años.
—Lo sé —dijo Kaylay con voz cansada—. Me lo dicen todo el tiempo.
Finalmente les dio sus boletos y pasaron. Pero cuando llegaron a la sala de espera, Daniela y Sofía ya no podían aguantar.
—¡No puedo creer que pensara que tu identificación era falsa! —dijo Daniela entre risas.
—¡Y la cara que pusiste! —agregó Sofía—. Estabas a punto de explotar.
—No es gracioso —protestó Kaylay, aunque ella misma estaba empezando a sonreír—. Es humillante.
—Es un poco gracioso —dijo Daniela.
—Está bien, es un poco gracioso —admitió Kaylay—. Pero sigue siendo molesto.
Durante la película, Kaylay no pudo evitar pensar en todas las veces que le había pasado algo similar. En el banco, donde le dijeron que necesitaba que un adulto abriera una cuenta para ella. En la farmacia, donde no quisieron venderle un medicamento sin receta porque “parecía muy joven”. En el supermercado, donde un señor le preguntó si estaba perdida y si necesitaba ayuda para encontrar a sus papás.
Era agotador.
Capítulo 3: La Cita Médica Sola
El verdadero caos llegó cuando Kaylay intentó ir sola a su consulta médica.
Tenía una cita de rutina con su doctora, la Dra. Méndez, a quien había visto desde que era niña. Era un chequeo simple, nada del otro mundo. Y como tenía dieciocho años, decidió ir sola. Como un adulto. Porque eso era ella ahora: un adulto.
Llegó a la recepción del consultorio con confianza.
—Buenos días. Kaylay, cita a las diez.
La recepcionista, una mujer de unos cincuenta años con lentes colgando de una cadena, la miró por encima de sus lentes.
—¿Kaylay?
—Sí, esa soy yo.
—¿Viniste sola?
—Sí.
—¿Y tus papás?
Kaylay parpadeó.
—¿Mis papás?
—Sí, niña. Necesitas venir con un adulto para tu consulta.
“Niña”. Ahí estaba otra vez esa palabra.
—Pero yo… yo soy mayor de edad —dijo Kaylay, tratando de mantener la calma.
—Ajá, claro —dijo la recepcionista con una sonrisa condescendiente—. ¿Y cuántos años tienes? ¿Catorce? ¿Quince?
—Dieciocho.
La recepcionista se rio como si Kaylay hubiera contado el chiste más gracioso del mundo.
—Ay, chiquita, muy buena esa. Pero en serio, ¿dónde están tus papás?
Kaylay sintió cómo su ojo empezaba a temblar. Esa señal de que estaba a punto de perder la paciencia.
—Señora, tengo dieciocho años. Nací el 15 de marzo de 2007. Aquí está mi identificación —sacó su identificación y la puso en el mostrador con más fuerza de la necesaria.
La recepcionista tomó la identificación con escepticismo. La revisó. La giró. La miró contra la luz.
—Mmm… —murmuró.
—¿Ve? Dieciocho años. Puedo estar aquí sola.
—Es solo que… no pareces de dieciocho. Pareces de doce, tal vez trece.
“DOCE OTRA VEZ”, gritó Kaylay en su mente. Pero afuera mantuvo una sonrisa cortés y tensa.
—Pero tengo dieciocho. Como lo dice mi identificación oficial del gobierno.
—Déjame verificar esto —dijo la recepcionista, tomando su teléfono.
—¿Verificar qué? ¿Que no estoy mintiendo sobre mi edad?
—Nunca se es demasiado cuidadoso, niña.
Pasaron los siguientes diez minutos más incómodos de la vida de Kaylay mientras la recepcionista llamaba a no sabía quién para “verificar” su identificación. Había otras personas esperando, todas mirándola con curiosidad.
Un señor mayor incluso se inclinó y le susurró:
—¿Te escapaste de tu casa?
—¡No! Tengo dieciocho años, por Dios.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, la recepcionista colgó el teléfono.
—Okay, parece que tu identificación es legítima.
—¡Obvio que es legítima! ¡Se lo dije!
—No tienes que gritar, niña.
—¡Tengo dieciocho años!
—Sí, sí, ya entendí. Perdona, amiga. Es solo que no pareces. Pensé que tal vez habías robado la identificación de tu hermana mayor o algo así.
Kaylay respiró profundo, contando hasta diez.
—¿Puedo pasar a mi consulta ahora?
—Claro, siéntate por favor. La doctora te llamará en un momento.
Kaylay se sentó en la sala de espera, sacó su teléfono y le mandó un mensaje a su mamá:
“Mamá, casi me sacan del consultorio porque no creen que tengo 18. Esto ya no es gracioso. Necesito envejecer urgentemente.”
Su mamá respondió con emojis de risa.
“Jajaja mi amor. Ya te acostumbrarás. Bienvenida a la vida de parecer eterna adolescente.”
“No me estoy acostumbrando. Esto es un martirio.”
Capítulo 4: La Universidad
Si Kaylay pensaba que las cosas mejorarían cuando empezara la universidad, estaba muy equivocada.
Era su primer día de clases. Había elegido su outfit con cuidado: jeans, una blusa bonita pero casual, tenis cómodos. Se había peinado, maquillado ligeramente. Se veía bien. Se veía… como una estudiante universitaria, pensó.
Llegó al campus temprano, nerviosa pero emocionada. Esta era la nueva etapa de su vida. Aquí nadie la conocía. Aquí podría empezar de cero.
Encontró su salón de Introducción a la Literatura y entró. Había varios estudiantes ya sentados, charlando entre ellos. Kaylay eligió un asiento en la tercera fila y sacó su laptop.
Un chico a su lado, alto y de lentes, la miró y sonrió.
—Hola. ¿Primera clase?
—Sí —dijo Kaylay, sonriendo de vuelta—. Estoy un poco nerviosa.
—Normal. Todos lo estamos. Soy Ricardo, por cierto.
—Kaylay.
—Cool. ¿Qué carrera?
—Literatura. ¿Tú?
—Igual. ¿En qué semestre vas?
—Primero. Apenas entré.
—Ah, eres freshman. Yo también. Oye, ¿y tu hermana mayor también estudia aquí?
Kaylay parpadeó.
—¿Mi hermana mayor?
—Sí. Pensé que tal vez venías a acompañarla o algo. O a conocer el campus porque vas a entrar el próximo año.
Y ahí estaba. Otra vez.
—No, yo… yo soy la estudiante. Tengo dieciocho años.
Ricardo la miró sorprendido.
—¿En serio? Wow, perdón. Es que pareces… más joven.
—Sí, me lo dicen todo el tiempo.
Antes de que pudiera decir más, entró la profesora. Una mujer de unos cuarenta años, con el cabello gris recogido en un moño elegante y un portafolio de cuero.
—Buenos días, clase. Soy la profesora. Bienvenidos a Introducción a la Literatura —comenzó a pasar lista—. ¿Kaylay?
—Presente —dijo Kaylay levantando la mano.
La profesora la miró por encima de sus lentes.
—¿Kaylay?
—Sí, soy yo.
—¿Estás segura que estás en el salón correcto? Esta es una clase universitaria.
Todo el salón se quedó en silencio. Todos los ojos se voltearon hacia Kaylay.
—Sí, estoy en el salón correcto —dijo Kaylay, sintiendo cómo su cara se ponía roja—. Soy estudiante de primer semestre.
—Es solo que… pareces muy joven.
—Tengo dieciocho años, profesora.
La profesora frunció el ceño y revisó su lista otra vez.
—Aquí dice que naciste en 2007. Eso te haría… oh, tienes razón. Dieciocho. Disculpa, es que realmente pareces de doce o trece años.
Risas nerviosas llenaron el salón. Kaylay quería que la tierra se la tragara.
—¿Tienes alguna condición médica? —preguntó la profesora—. Como enanismo o algo así?
—No, profesora. Solo… parezco joven. Pero tengo dieciocho años. Completamente dieciocho años.
—Entiendo. Bueno, entonces bienvenida. Aunque te sugiero que traigas tu identificación a todas las clases por si acaso.
“Por si acaso ¿qué?”, pensó Kaylay. “¿Por si acaso la gente sigue siendo ridícula?”
El resto de la clase fue tortuoso. Kaylay podía sentir las miradas de sus compañeros. Durante el break, varias personas se acercaron.
—¿De verdad tienes dieciocho? —preguntó una chica.
—Sí.
—No pareces.
—Ya sé.
—¿Eres como uno de esos casos de genios que se saltan grados?
—No, solo parezco joven.
—Es raro.
—Ya sé.
Cuando terminó la clase, Kaylay salió rápido, antes de que alguien más pudiera interrogarla. Se sentó en una banca del campus y llamó a su mamá.
—Mamá, odio mi cara.
—¿Qué pasó ahora?
—La profesora me preguntó si estaba en el salón correcto. Frente a todos. Me preguntó si tenía enanismo. Mamá, fue humillante.
Su mamá suspiró del otro lado.
—Lo siento, mi amor. La gente puede ser muy desconsiderada.
—¿Por qué me tocó parecer de doce años? ¿Por qué no podía parecer de mi edad como una persona normal?
—Es genética, Kaylay. Tu abuela parecía muy joven también. Hasta los cincuenta le pedían identificación.
—No quiero esperar hasta los cincuenta para que la gente me tome en serio.
—No tienes que esperar tanto. Solo… dale tiempo. Eventualmente la gente te conocerá por quien eres, no por cómo te ves.
—¿Cuándo, mamá? ¿Cuándo?
—Pronto, mi vida. Pronto.
Pero Kaylay no estaba tan segura.
Capítulo 5: El Trabajo de Medio Tiempo
Unas semanas después, Kaylay decidió buscar un trabajo de medio tiempo. Necesitaba dinero para sus gastos y, además, pensaba que tal vez en un ambiente laboral la gente la tomaría más en serio.
Se enteró de una vacante en una cafetería cerca de la universidad. “Barista, medio tiempo, estudiantes bienvenidos”. Perfecto.
Llegó a la entrevista puntual, con su currículum en mano (aunque era su primer trabajo, así que su currículum consistía básicamente en su educación y algunos trabajos voluntarios).
El gerente, un señor de unos treinta y tantos años con barba hipster, la recibió en la puerta.
—¿En qué te puedo ayudar, pequeña? ¿Buscas a alguien?
—Vengo por la entrevista. Para el puesto de barista.
El gerente parpadeó.
—¿La entrevista?
—Sí. Solicité en línea. Me mandaron un correo confirmando la entrevista para hoy a las dos.
—Ah… —el gerente sacó su teléfono y revisó—. Kaylay.
—Esa soy yo.
—Es solo que… pensé que serías mayor.
“Aquí vamos otra vez”, pensó Kaylay.
—Tengo dieciocho años. Es legal para trabajar.
—Sí, sí, lo sé. Es solo que pareces más joven. Tipo… doce.
Kaylay cerró los ojos y contó hasta cinco antes de responder.
—Parezco joven para mi edad, pero tengo dieciocho años. ¿Podemos hacer la entrevista?
—Claro, claro. Pasa.
La “entrevista” consistió principalmente en el gerente preguntándole una y otra vez si de verdad tenía dieciocho años, si sus papás sabían que estaba buscando trabajo, si tenía permiso para trabajar.
—Sí, tengo dieciocho. Sí, mis papás lo saben. No, no necesito permiso porque soy mayor de edad.
—Es solo que tenemos que servir café a mucha gente adulta. Algunos piden bebidas con alcohol en las noches. No podemos tener a una niña trabajando aquí.
—No soy una niña. Soy una adulta de dieciocho años que parece más joven.
—¿Tienes identificación?
Por supuesto que tenía identificación. Kaylay ya había aprendido a cargar con su identificación 24/7 precisamente para estos momentos.
El gerente la revisó con más cuidado del que probablemente revisar sospechosos en la frontera.
—Okay, parece legítima.
—Porque es legítima.
—¿Sabes hacer café?
—Puedo aprender.
—¿Has trabajado antes en servicio al cliente?
—No, pero soy buena con la gente.
—¿Y no te molesta que los clientes probablemente te van a confundir con una niña?
Kaylay quería decir que sí, que le molestaba muchísimo, que era lo más frustrante del mundo. Pero necesitaba el trabajo.
—No me molesta —mintió.
—Okay. Te voy a dar una oportunidad. Pero si los clientes se quejan o si hay problemas porque pareces muy joven, voy a tener que dejarte ir.
—No habrá problemas —dijo Kaylay con más confianza de la que sentía.
Consiguió el trabajo. Su primer día fue… interesante.
El primer cliente del día, un señor de traje, le dijo:
—Hola, pequeña. ¿Está tu mamá? Necesito pedir un café.
—Yo le puedo tomar su orden, señor.
—¿Tú? ¿Trabajas aquí?
—Sí, soy barista.
—Pero… eres una niña.
—Tengo dieciocho años.
—No pareces.
Y así fue todo el día. Cliente tras cliente preguntándole si realmente trabajaba ahí, si sus papás la dejaban, si no debería estar en la escuela.
Una señora incluso llamó al gerente para quejarse de que tenían “trabajo infantil” en la cafetería.
—No es trabajo infantil —explicó Kaylay por enésima vez—. Soy adulta.
Para el final del día, Kaylay estaba exhausta. No por el trabajo en sí, que no era tan difícil. Sino por tener que justificar su existencia constantemente.
Capítulo 6: La Fiesta Universitaria
Un viernes por la noche, Daniela y Sofía invitaron a Kaylay a una fiesta universitaria.
—Vamos a ser divertido —dijo Daniela—. Va a ir un montón de gente de nuestra carrera.
—No sé… —dudó Kaylay.
—¿Por qué no? ¿Todavía estás traumada por lo del cine?
—No es eso. Es que… ¿y si piensan que soy una niña y me sacan?
—No te van a sacar. Vas con nosotras. Además, si llevas tu identificación no hay problema.
Kaylay accedió, aunque no estaba completamente convencida.
Se arregló lo mejor que pudo, tratando de verse mayor. Se maquilló más de lo usual. Se puso tacones (aunque no muy altos porque no quería romperse un tobillo). Se vistió con un vestido negro que, según Sofía, la hacía ver “de veintipico”.
Llegaron a la casa donde era la fiesta. Música a todo volumen, gente por todos lados, el ambiente típico de fiesta universitaria.
En la puerta había un chico checando identificaciones.
—IDs, por favor.
Daniela y Sofía mostraron las suyas sin problema. Cuando Kaylay mostró la suya, el chico la miró largo rato.
—¿Es real?
—Sí —suspiró Kaylay.
—Pareces muy joven.
—Tengo dieciocho.
—¿Segura? Porque si estás mintiendo y te pasa algo, nos pueden meter en problemas.
—Estoy completamente segura de que tengo dieciocho años. Es mi edad. La he tenido durante varios meses ya.
El chico la dejó pasar, aunque con expresión dudosa.
Adentro, la fiesta estaba en pleno. Había gente bailando, charlando, bebiendo. Kaylay se quedó cerca de sus amigas, sintiéndose un poco fuera de lugar.
Un chico se acercó a hablar con ellas. Era guapo, de su misma carrera, probablemente de tercer semestre.
—Hola, chicas. ¿La están pasando bien?
—Sí, genial —respondió Daniela—. ¿Tú eres de Literatura, verdad?
—Sí, tercer semestre. Ustedes son freshmen, ¿no?
—Sí. Yo soy Daniela, ella es Sofía y ella es Kaylay.
El chico miró a Kaylay y frunció el ceño.
—¿Kaylay? Espera, ¿no eres muy joven para estar aquí?
Kaylay sintió ganas de gritar.
—Tengo dieciocho años.
—¿En serio? No pareces.
—Sí, ya sé. Me lo dicen constantemente. Parezco de doce. Es mi cruz en la vida.
El chico se rio.
—No, no pareces de doce. Tal vez de quince o dieciséis.
—Oh wow, qué cumplido —dijo Kaylay con sarcasmo.
—No lo digo de mala onda. Es solo… sorprendente.
—Sí, bueno, ya me acostumbré a sorprender a la gente simplemente existiendo.
El chico no captó el sarcasmo.
—Debe ser raro.
—No tienes idea.
Más tarde en la noche, Kaylay fue al baño. Cuando regresaba, un grupo de chicas la detuvo.
—Hey, niña —dijo una de ellas—. ¿Qué haces aquí? ¿Estás buscando a tu hermana?
—No, yo… yo estoy en la fiesta.
Las chicas se miraron entre sí.
—¿Cuántos años tienes? Porque esto es una fiesta universitaria. Para mayores de dieciocho.
—Tengo dieciocho años.
—Ajá, claro. ¿Y nosotras tenemos treinta?
—No estoy mintiendo. Tengo dieciocho. De verdad.
—Mira, pequeña, no queremos problemas. Pero si alguien te ve aquí y piensa que eres menor de edad, nos pueden meter en problemas. Tal vez deberías irte.
Kaylay sintió una mezcla de frustración y humillación.
—¿Quieren ver mi identificación?
—¿Tienes identificación? Déjame verla.
Kaylay sacó su identificación. Las chicas la revisaron con escepticismo.
—Okay, dice que tienes dieciocho —admitió una—. Pero parece falsa.
—¡NO ES FALSA! ¿Por qué todos piensan que mi identificación es falsa?
—Porque no pareces de dieciocho, niña.
—¡No me digan niña! ¡Tengo dieciocho años!
La situación estaba escalando cuando apareció Daniela.
—¿Qué está pasando?
—Estas chicas piensan que soy menor de edad y quieren sacarme.
—Es que parece muy joven —explicó una de las chicas.
—Pero no lo es. Está en nuestra clase. Tiene dieciocho años. ¿Pueden dejarla en paz?
Las chicas se encogieron de hombros y se fueron, pero no sin antes mirar a Kaylay con desconfianza.
—¿Estás bien? —preguntó Daniela.
—No —dijo Kaylay, sintiendo lágrimas de frustración—. Quiero irme.
—¿Estás segura?
—Sí. Esto… esto no es para mí.
Se fueron temprano. En el Uber de regreso, Kaylay no dijo nada, solo miró por la ventana.
—Sé que es difícil —dijo Sofía eventualmente—. Pero no dejes que te afecte tanto.
—Es fácil decirlo cuando no te pasa a ti.
—Tienes razón. Lo siento.
—Es solo que… estoy cansada. Cansada de tener que justificarme todo el tiempo. Cansada de que nadie me tome en serio. Cansada de parecer una niña cuando no lo soy.
—Eventualmente la gente te va a conocer y no va a importar cómo te ves —dijo Daniela.
—¿Cuándo? ¿Cuándo va a pasar eso?
Nadie tuvo una respuesta.
Capítulo 7: La Conversación con Mamá
Esa noche, cuando llegó a casa, Kaylay encontró a su mamá viendo televisión en la sala.
—Llegaste temprano. ¿No que ibas a una fiesta?
—Sí, pero… no fue tan divertido.
Su mamá apagó la tele y la miró con atención.
—¿Qué pasó?
Y ahí, sentada en el sofá junto a su mamá como cuando era realmente niña, Kaylay soltó todo. La frustración, la humillación, el cansancio de tener que demostrar constantemente que era quien decía ser.
—A veces me siento como una impostora —confesó Kaylay—. Como si no pudiera ser realmente adulta porque nadie me ve así.
Su mamá la abrazó.
—Mi amor, ser adulta no tiene nada que ver con cómo te ves. Tiene que ver con cómo actúas, con las decisiones que tomas, con la responsabilidad que asumes.
—Pero nadie me da la oportunidad de demostrarlo. Me ven y ya decidieron quién soy.
—Lo sé. Y no es justo. Pero ¿sabes qué? Eventualmente, la gente que importa va a ver más allá de tu apariencia. Van a ver tu inteligencia, tu carácter, tu personalidad.