Luquisho
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Mi tío Lucas no siempre fue así. Hubo un tiempo en que su risa llenaba la casa y su voz era sinónimo de historias y anécdotas divertidas. Sin embargo, el alcohol comenzó a apoderarse de él, y junto con esa adicción llegaron las malas compañías. Aquellos “amigos” lo arrastraron a peleas y problemas, hasta el punto en que, en más de una ocasión, amanecía en la calle, borracho y sin ropa, como si fuera un loco escapado de algún manicomio. En el barrio, la gente comenzó a llamarlo “Luquisho”.
En el fondo, todos sabíamos que era una buena persona, pero también que su pasado estaba lleno de cicatrices invisibles. Un día, me contaron que había tenido una fuerte pelea con alguien, aunque nunca supe exactamente el motivo. Desde entonces, vivía con la sensación de que lo querían matar. Decía escuchar voces, pasos en la noche, y ruidos extraños que parecían seguirlo a todas partes. Al principio, yo no le tenía miedo, pero poco a poco sus acciones comenzaron a inquietarme. Empezó a andar armado con cuchillos y hasta un hacha, asegurando que “ellos” lo vigilaban.
Una noche, mi mamá y yo salimos a visitar a mi prima. Al regresar, encontramos la casa en penumbras. Las luces apagadas, un silencio espeso… y, de pronto, la escena más perturbadora que recuerdo: mi tío estaba debajo de la cama con mi hermana, sosteniendo un cuchillo afilado. Sus ojos, desorbitados, no parecían los de un hombre cuerdo. Decía que se escondían de “ellos”, pero jamás supe quiénes eran “ellos”. Aquella imagen me dejó una marca que jamás olvidaré.
Mi tía Nelsha, la curandera de la familia, intentó ayudarlo con rituales y limpias: huevos, hierbas, rezos. Nada funcionó. Cada día él se acercaba más al abismo. Un día, sin decir nada, desapareció del pueblo. Más tarde supimos que había llegado a un lugar llamado San Mateo. Allí, creímos que encontraría la paz. Se integró con los vecinos, iba a pescar, reía con nuevos amigos, e incluso comenzó a dejar el alcohol. Un anciano del pueblo lo acogió en su casa. Todo parecía ir bien… hasta que un día, al ir a visitarlo, descubrimos que había huido otra vez.
El anciano nos contó que Lucas estaba convencido de que lo perseguían para matarlo. Nadie sabía dónde se había ido. La noticia destrozó a la familia: mi mamá se desmayó, mi abuela enfermó y yo lloré desconsolada. Pasaron semanas de incertidumbre, hasta que una llamada nos devolvió una esperanza. Estaba en la capital. Sin perder tiempo, mi tío mayor fue a buscarlo. Lo encontró demacrado, con la mirada perdida. Lo llevaron a un psiquiatra, quien le recetó medicación fuerte. Dejó el alcohol, pero no fue fácil. A veces recaía, y ahí estaba la familia para levantarlo.