La belleza del alma
- Lectura en 5 minutos - 898 palabrasLa Fotografía que lo Cambió Todo
Elena había crecido odiando las cámaras. Desde pequeña, cada foto familiar era una tortura: siempre se escondía detrás de alguien, tapaba su cara, o simplemente se negaba a salir en la imagen. A los veinticinco años, no tenía una sola foto donde sonriera genuinamente.
Su obsesión por “corregirse” había comenzado en la adolescencia. Horas frente al espejo aplicando capas y capas de maquillaje, tratamientos costosos para el acné, dietas extremas para cambiar su cuerpo, incluso había considerado cirugías. Nada la hacía sentirse suficientemente bonita.
Todo cambió el día que conoció a Don Esteban, un fotógrafo de ochenta años que tenía un pequeño estudio en el centro histórico de Lima. Elena había ido solo porque su hermana se casaba y necesitaba fotos para el álbum.
—No me tome fotos a mí, por favor —le rogó—. Solo vine a acompañar.
Don Esteban la observó con sus ojos gentiles y arrugados. —¿Puedo preguntarte por qué?
—Porque soy fea —respondió sin dudarlo—. Las cámaras solo muestran lo horrible que soy.
El anciano se quedó en silencio un momento, luego caminó hacia una pared llena de fotografías en blanco y negro. Eran retratos de personas comunes: una señora mayor con arrugas profundas pero sonrisa radiante, un niño con dientes torcidos riendo a carcajadas, una joven con vitiligo posando con orgullo.
—Mira estas fotografías —dijo suavemente—. ¿Qué ves?
—Veo… personas normales. Pero se ven hermosas.
—¿Sabes cuál es mi secreto? —preguntó Don Esteban—. Yo no fotografío caras. Fotografío almas. Y nunca, en cincuenta años de carrera, he visto un alma fea.
Elena sintió algo removerse en su pecho. —Pero yo realmente soy…
—¿Te puedo contar una historia? —la interrumpió gentilmente.
Elena asintió.
—Hace veinte años vino una mujer a mi estudio. Se parecía mucho a ti: joven, convencida de su fealdad, aterrada de las cámaras. Me rogó que no la fotografiara. Pero había algo en sus ojos… una tristeza tan profunda que decidí hacer algo diferente.
Don Esteban sacó una fotografía de un cajón. Era una mujer de unos treinta años, sin maquillaje, con el cabello simple, pero había algo en su expresión que era absolutamente cautivador.
—Le pedí que me hablara de algo que amara mucho. Comenzó a contarme sobre su jardín, cómo cuidaba cada planta, cómo las flores respondían a su amor. Mientras hablaba, su rostro se transformó. Esa luz que ves en la foto, esa es su alma brillando.
Elena miró la fotografía. La mujer no era convencionalmente hermosa, pero había algo en ella que era indescriptiblemente bello.
—¿Qué pasó con ella?
—Esa fotografía cambió su vida. Por primera vez se vio como realmente era: hermosa. Ahora es una exitosa terapeuta que ayuda a otras personas a encontrar su propia belleza.
Don Esteban guardó la foto y miró directamente a Elena. —¿Qué te hace feliz? ¿Qué amas en este mundo?
Elena dudó, luego comenzó a hablar sobre sus plantas, sus libros, como trabajaba con niños en una biblioteca y cómo sus ojos se iluminaban cuando les leía cuentos.
Mientras hablaba, Don Esteban discretamente levantó su cámara.
Click.
—¿Me acabas de…? —Elena se alarmo.
—Solo capturé tu alma brillando —sonrió—. Ven mañana a ver el resultado.
Esa noche, Elena no pudo dormir. Al día siguiente, llegó al estudio con las manos temblando.
Don Esteban le mostró la fotografía. Elena se quedó sin palabras. Era ella, sin duda, pero era una versión de sí misma que nunca había visto. Sus ojos brillaban con una calidez genuina, su sonrisa era natural y contagiosa. No tenía maquillaje, su cabello estaba despeinado por el viento, pero se veía… radiante.
—Esa eres tú —dijo Don Esteban—. Esa es la Elena que yo veo, la que ven los niños en la biblioteca, la que ven tus plantas cuando las cuidas. Es la Elena que has estado escondiendo debajo de tanto maquillaje y tanto miedo.
Las lágrimas corrieron por las mejillas de Elena. Por primera vez en su vida, se vio hermosa.
—¿Cómo es posible?
—La verdadera belleza no está en la simetría del rostro o en la perfección de la piel —explicó el anciano—. Está en la luz que llevas dentro, en la bondad de tu corazón, en la pasión con la que vives. Esa luz es lo que hace que las personas se enamoren, lo que hace que los niños confíen en ti, lo que hace que seas inolvidable.
Elena se llevó la fotografía a casa. La puso en su espejo, y cada mañana, en lugar de ver defectos, comenzó a buscar esa luz que Don Esteban había capturado.
Poco a poco, comenzó a usar menos maquillaje. Se permitió sonreír genuinamente. Aceptó salir en fotos familiares. Incluso comenzó a tomar sus propias fotografías, capturando los momentos de alegría de los niños en la biblioteca.
Seis meses después, regresó al estudio de Don Esteban. Esta vez no llegó asustada, sino radiante.
—Vine a agradecerte —le dijo—. Esa fotografía salvó mi vida.
El anciano sonrió. —Yo solo te mostré lo que siempre había estado ahí. La belleza verdadera no se crea, se descubre.
Elena ahora trabaja como voluntaria ayudando a jóvenes con problemas de autoestima. En su escritorio tiene dos fotografías: la que le tomó Don Esteban, y otra que se tomó ella misma un año después, sonriendo sin miedo, brillando con su propia luz.
Ambas fotografías muestran a la misma mujer hermosa, la que siempre había estado ahí, esperando ser vista.
Fin