Las Heridas Que No Sangran
- Lectura en 5 minutos - 1031 palabrasLa Historia de Kaylay
Algunas heridas no sangran… otras… no paran nunca de sangrar por dentro.
Mi nombre es Kaylay, y esta es una historia que no quiero recordar… pero que tampoco me deja olvidar. Porque hay recuerdos que no se entierran. Solo se pudren dentro, como un susurro persistente, como algo que respira detrás de la puerta cada vez que cierro los ojos.
Era una niña cuando todo comenzó. Mi madre trabajaba ocho horas al día—ocho eternidades en las que yo quedaba sola con mi hermano y con el silencio. En ese vacío interminable, me inventé un papel. Un escudo contra la soledad. Yo era la médica del hogar. La que curaba, la que salvaba. O al menos… eso fingía. Eso necesitaba creer. Con vendas improvisadas y palabras suaves, me convencí de que podía proteger cualquier cosa frágil. Que podía ganarle a la muerte. Qué inocente era. Qué ciega.
Los conejitos llegaron a mi vida como pequeños milagros. Eran mi consuelo, mis pequeños tesoros. Cuando mi hermano se iba a hacer trabajos en grupo, me dejaba a cargo de ellos, y yo aceptaba esa responsabilidad como una misión divina. La hora de amamantarlos se sentía como un ritual sagrado. Sus cuerpecitos tibios contra mis manos, sus ojos confiados mirándome como si yo fuera su salvación. En esos momentos, el mundo tenía sentido. Hasta que llegó ese día maldito.
Todo estaba en calma. La madre coneja descansaba con sus crías, y yo las observaba con esa tranquilidad que solo conocen los niños antes de que la vida les enseñe sus lecciones más crueles. Entonces ella cambió. Sus ojos se endurecieron como piedras. Se tensó como un resorte a punto de romperse… y entonces, sin razón aparente, dio un salto abrupto. Una de sus crías voló por el aire. La vi caer en cámara lenta, y juro que por un instante, el mundo se detuvo completamente. Corrí hacia él.
El conejito sangraba. Su cuello estaba desgarrado, la piel abierta revelando un agujero profundo e imposible que no parecía obra de su madre. Algo no estaba bien. No era solo la herida. Era él. Ese conejito era distinto. Especial. No sé por qué. No sé cómo explicarlo, pero desde el primer día sentí que había nacido para mí. Me miraba con unos ojos que parecían saber algo, como si me reconociera de otra vida. Como si yo fuera su verdadera madre. Tal vez por eso dolió como si me hubieran partido el pecho con las manos.
Intenté salvarlo. Recé, grité en silencio, apreté cada parte de su cuerpecito como si pudiera contener su alma dentro. Pero la muerte ya había puesto su marca en él. Entonces llegó mi madre. Me observó con esos ojos que lo veían todo, que lo juzgaban todo. Y pronunció las palabras que aún oigo en mis pesadillas: —Tienes que acabar con su sufrimiento. Mi cuerpo tembló. Mi alma se partió en mil pedazos invisibles.
Cubrí al conejito con papel higiénico, como si pudiera protegerlo, como si mereciera una mortaja digna. Tomé el ladrillo con manos que ya no me pertenecían. Lo sentí frío, inhumano, casi… vivo. Y lo hice. El sonido. Ese sonido maldito. El crujido de su cráneo no fue como lo imaginé. Fue más húmedo, más grotesco, más real. Sus sesos se esparcieron sobre la tierra, y algo dentro de mí murió con él. Pero también… algo nació.
Los demás conejos me rodearon en silencio. Inmóviles. Mirándome con una intensidad que me helaba la sangre. Como si supieran lo que había hecho. Como si entendieran que ya no era una niña inocente. Como si hubieran visto algo detrás de mí… que yo aún no podía ver. Desde entonces, el aire en esa parte del patio se siente más denso. Más frío. Como si la muerte hubiera decidido quedarse a vivir allí.
La historia no terminó ahí. Cómo podría terminar algo tan oscuro de manera tan simple. Dos días después, otro conejito apareció herido. Una abertura en el estómago, inexplicable, similar pero no igual a la anterior. Casi como si alguien hubiera querido imitar la herida, como si fuera una firma siniestra. No lloré. No hablé. Solo actué. Pero esta vez, mientras alzaba el ladrillo, sentí que no estaba sola. No era solo el conejito. No era solo yo. Había algo más mirando, algo que se alimentaba de ese dolor y que ya no me soltaría jamás.
Ya no quería encariñarme más con los pequeños. Porque sabía lo que vendría. Sabía que tendría que matarlos. Y sabía que si los amaba, cada muerte me partiría en pedazos invisibles. Así que fingí ser fría. Una piedra. Un bisturí sin alma. Pero por dentro, cada vez que sus ojos se apagaban, yo sentía que el mío también lo hacía. La niña que jugaba a ser médica ya no estaba. Solo quedaba alguien hueca, con las manos sucias y los sueños infestados de imágenes que no me pertenecían.
Desde entonces, cada vez que paso por ese lugar del patio donde ocurrió todo, mis piernas me traicionan. Me caigo de rodillas sin pensar, sin decidirlo. Como si esa tierra tirara de mí. Como si supiera mi nombre y me reclamara. No digo nada. No lloro. Solo acaricio el suelo con una caricia muda, una súplica sin palabras. A veces creo que el conejito está ahí debajo, esperando. A veces creo que me llama, y otras que me maldice. No sé qué espero cuando toco esa tierra. ¿Perdón? ¿Redención? ¿O simplemente que algo me arrastre con él hacia donde sea que van las almas rotas?
A veces creo que los animales me temen ahora. O que ya no me ven como una de ellos. O peor… que me reconocen. Como si supieran lo que hice, como si lo recordaran, como si yo no fuera la única que carga con esto. ¿Es este mi destino? ¿Una prueba cruel del universo? ¿O simplemente algo que siempre estuvo ahí, dormido en mi interior, y que solo ahora despierta?
No tengo respuestas. Solo tengo esta historia que no puedo olvidar, este rincón maldito del patio que no me suelta, y esta carga que ya no puedo soltar. Algunas heridas no sangran… pero nunca dejan de doler.