Oh Vaya
- Lectura en 11 minutos - 2278 palabrasEl Círculo de la Vida
Kaylay siempre había sido diferente cuando se trataba de los animales. Mientras otros niños de su edad coleccionaban cartas o jugaban videojuegos, ella había encontrado su pasión en el pequeño corral que su padre había construido en el patio trasero de la casa. Allí, entre jaulas de madera y comederos improvisados, vivía su pequeña familia de conejos.
No eran mascotas ordinarias para ella. Cada uno tenía nombre, personalidad, y un lugar especial en su corazón. Estaba Canela, una coneja marrón de orejas largas que siempre buscaba caricias; Nube, completamente blanco y con una mancha gris en la nariz que parecía una pequeña nube; Saltarín, que vivía haciendo honor a su nombre; y Luna, la más pequeña, que había nacido en casa y a quien Kaylay había ayudado a alimentar con biberón cuando su madre no podía hacerlo.
Para Kaylay, cuidar de sus conejos era más que una responsabilidad: era amor puro. Cada mañana, antes de ir al colegio, les llevaba su comida fresca. Por las tardes, después de hacer las tareas, se sentaba en el patio a observarlos jugar, a veces incluso les hablaba sobre su día, como si fueran hermanos menores que la escucharan con atención.
“Mira, Canela”, le decía mientras la acariciaba suavemente, “hoy en matemáticas me fue súper bien, pero en historia… uff, no entendí nada.” La coneja parecía mover las orejas en respuesta, y Kaylay se reía, convencida de que la entendía perfectamente.
Su perro Zeus, un mestizo dorado de tamaño mediano, observaba estas escenas desde lejos con una mezcla de curiosidad y, tal vez, un poco de celos. Zeus había sido el rey indiscutible del patio hasta que llegaron los conejos, pero había aprendido a convivir con ellos. Incluso parecía protegerlos cuando ladraba a extraños que se acercaban demasiado a su territorio.
Los fines de semana, Kaylay pasaba horas limpiando las jaulas, cambiando el agua, y asegurándose de que cada conejo tuviera suficiente espacio para moverse. Sus padres la observaban con una mezcla de orgullo y ternura. “Esta niña va a ser veterinaria”, decía su madre mientras la veía trabajar con tanta dedicación.
Pero la realidad de vivir en una familia donde las tradiciones y la supervivencia económica a veces chocaban con los sentimientos, estaba por presentarse de la manera más dura posible.
El primo Carlos cumplía quince años, y la familia había decidido hacer una celebración grande. En su familia, las fiestas importantes siempre incluían comidas especiales, y para ellos, los conejos no eran solo animales tiernos: eran también una fuente de alimento nutritiva y, según los adultos, deliciosa.
“Kaylay”, le dijo su madre una tarde, con esa voz que usaba cuando sabía que lo que iba a decir no sería fácil de escuchar, “para el cumpleaños de Carlos, vamos a necesitar llevar dos de tus conejos.”
El mundo de Kaylay se detuvo por un momento. Sabía exactamente lo que eso significaba, aunque parte de ella se negaba a procesarlo completamente.
“Pero mamá…”, comenzó a decir, con la voz quebrada.
“Mi amor, ya lo hemos hablado antes. Los conejos no son solo mascotas. Tu papá y yo te dejamos criarlos con amor, pero también sabíamos que algún día esto podría pasar. Es parte de la vida en el campo, es parte de nuestras tradiciones.”
Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Kaylay. No eran lágrimas de niña caprichosa, sino el dolor profundo de alguien que entiende que está a punto de perder algo muy querido.
“¿No podemos llevar otra cosa? ¿Pollo del mercado? ¿Cualquier cosa?”, suplicó.
Su padre se acercó y la abrazó. “Hija, entiendo cómo te sientes. Pero la familia de Carlos espera que llevemos conejos. Es lo que siempre hemos hecho, y además, no tenemos dinero extra para comprar otra cosa especial.”
Kaylay sabía que sus padres tenían razón en términos prácticos, pero su corazón no podía aceptarlo. Esa noche no durmió, acurrucada en su cama, pensando en cuáles de sus bebés tendrían que irse. Era como si le pidieran que eligiera cuál de sus hermanos sacrificar.
El día del cumpleaños llegó más rápido de lo que hubiera querido. Kaylay se había levantado temprano para pasar tiempo extra con todos sus conejos, sabiendo que sería la última vez que estarían completos.
Finalmente, su padre tomó la decisión por ella. “Llevaremos a Saltarín y a Manchitas”, dijo refiriéndose a dos de los conejos más grandes. Kaylay sintió como si le arrancaran un pedazo del alma.
“Yo no voy a estar cuando…”, no pudo terminar la frase. Sus padres entendieron.
“No tienes que estar, mi amor”, le dijo su madre, abrazándola fuerte. “Tu tío se encargará de todo. Tú puedes quedarte adentro.”
Pero incluso desde adentro de la casa, Kaylay podía escuchar los preparativos. El sonido de las jaulas abriéndose, las voces de los adultos organizándose, y luego… el silencio que sabía que significaba que todo había terminado.
Se había refugiado en su cuarto, llorando en silencio, cuando escuchó los ladridos urgentes de Zeus desde el patio. No eran sus ladridos normales de juego, sino algo más desesperado.
Preocupada de que algo hubiera pasado con sus otros conejos, Kaylay corrió hacia afuera, secándose las lágrimas rápidamente. Lo que vio la dejó sin aliento.
Zeus estaba parado en el patio, con manchas rojas en su cabeza y parte del cuello. Su pelaje dorado tenía salpicaduras de lo que claramente era sangre, y sus ojos la miraban con una expresión que nunca había visto antes.
“¡Zeus! ¿Qué te pasó?”, gritó, corriendo hacia él. Su primer instinto fue pensar que su perro había sido herido en la conmoción, tal vez por accidente durante el proceso que había preferido no presenciar.
Se acercó para examinarlo mejor, buscando heridas, cuando se dio cuenta de que la sangre no salía de ninguna parte de su cuerpo. Zeus no estaba herido; la sangre era… de otra fuente.
La realización la golpeó como un rayo. Zeus había estado presente durante todo el proceso. Había visto lo que pasó con Saltarín y Manchitas. Y por alguna razón, se había acercado, tal vez tratando de entender, tal vez tratando de proteger, o simplemente siguiendo sus instintos de perro curioso.
“¡Lárgate de acá!”, le gritó, con una mezcla de dolor, ira y confusión que no sabía cómo procesar. “¡Vete!”
Zeus la miró con esos ojos grandes y expresivos que siempre habían sido su forma de comunicarse con ella. No era una mirada de culpa, sino más bien de confusión. Como si quisiera decir: “No entiendo por qué estás enojada conmigo. Yo también los quería.”
El perro se alejó lentamente, con la cabeza baja, y se fue a su rincón favorito debajo del árbol de mango, donde solía descansar en las tardes calurosas.
Kaylay se quedó parada en el patio, temblando no de frío sino de una mezcla de emociones que no sabía cómo manejar. Rabia, tristeza, confusión, y algo más que no podía identificar.
Después de un rato, cuando las lágrimas se calmaron un poco, comenzó a reflexionar. Zeus no había hecho nada malo. Él era un perro, siguiendo sus instintos naturales. No entendía las complejidades emocionales que ella estaba viviendo. Para él, los conejos habían sido parte de la rutina diaria, y ahora algo había cambiado, pero no podía comprender el por qué.
“Zeus”, lo llamó suavemente. El perro levantó las orejas pero no se movió de su lugar. “Ven acá, boy.”
Lentamente, Zeus se acercó, con esa cautela que muestran los perros cuando no están seguros del humor de sus humanos. Kaylay se agachó y lo abrazó.
“Perdón”, le susurró en la oreja. “Tú no tienes la culpa. Yo también estoy confundida.”
Zeus le lamió la cara, como había hecho miles de veces antes, y por un momento, Kaylay sintió un poco de paz en medio de todo el caos emocional.
Las horas pasaron lentamente. Kaylay se quedó en el patio, evitando entrar a la casa donde sabía que estaban preparando la comida para la celebración. No quería enfrentar la realidad de lo que estaba por suceder.
Pero eventualmente, el hambre y la insistencia de su madre la obligaron a entrar. “Mi amor, tienes que comer algo”, le dijo su mamá con ternura. “Sé que es difícil, pero la vida continúa.”
La mesa estaba puesta para la celebración. Había arroz, ensaladas, yuca, y en el centro, el plato principal que Kaylay había estado evitando enfrentar.
Se sentó en su lugar habitual, entre sus padres, tratando de no mirar directamente hacia el centro de la mesa. Pero era inevitable. Sus ojos eventualmente se dirigieron hacia allí.
Lo que vio la sorprendió. No se parecía en nada a los Saltarín y Manchitas que había conocido y amado. Era simplemente… comida. Preparada con cariño, con las especias que su tía usaba, con el arroz amarillo que tanto le gustaba.
Su madre le sirvió una porción pequeña, observándola cuidadosamente. “No tienes que comer si no quieres”, le dijo suavemente.
Kaylay miró el plato frente a ella. Su mente estaba llena de contradicciones. Por un lado, sentía que comer sería una traición a sus queridos conejos. Por otro lado, entendía racionalmente que rechazar la comida sería desperdiciar el sacrificio que ya había sido hecho.
Tomó el primer bocado lentamente, casi ceremoniosamente. Y entonces sucedió algo que no esperaba: estaba… bueno. Realmente bueno.
Esto la llenó de una nueva ola de culpa y confusión. ¿Cómo podía estar disfrutando esto? ¿Qué tipo de persona era ella?
Pero mientras comía, recordó las palabras de su abuela, que había muerto el año anterior: “Mija, la vida está llena de contradicciones. Podemos amar algo y también entender que puede servir a un propósito diferente. El amor no desaparece porque las circunstancias cambien.”
Terminó su porción lentamente, cada bocado acompañado de una mezcla de sabor y melancolía. Cuando terminó, se sintió extraña, como si hubiera cruzado un umbral invisible hacia una comprensión más adulta del mundo.
Esa noche, mientras ayudaba a limpiar los platos, su madre se acercó a ella.
“¿Cómo te sientes, mi amor?”
Kaylay pensó por un momento antes de responder. “Confundida”, dijo finalmente. “Muy confundida. Pero también… no sé, como si hubiera entendido algo importante.”
“¿Qué cosa?”
“Que amar algo no significa que tengas que estar de acuerdo con todo lo que le pasa. Y que a veces, honrar algo que amas puede significar aceptar que sirva a un propósito que no esperabas.”
Su madre la miró con sorpresa y orgullo. “Eres muy sabia para tu edad, Kaylay.”
Más tarde esa noche, Kaylay salió al patio a ver a sus conejos restantes. Canela, Nube y Luna estaban allí, masticando tranquilamente su heno de la noche. Zeus estaba cerca, echado en su lugar habitual, vigilando.
Se sentó entre ellos, acariciando a Canela mientras reflexionaba sobre el día. Había sido uno de los días más difíciles de su vida, lleno de emociones contradictorias que aún no terminaba de procesar completamente.
Entendía ahora que la vida no era tan simple como había pensado antes. Que se podía amar profundamente algo y al mismo tiempo aceptar que formaba parte de un ciclo más grande. Que sus conejos no eran solo mascotas, sino también parte de una tradición familiar, una fuente de sustento, una conexión con sus raíces.
No significaba que doliera menos. El dolor era real y válido. Pero también había aprendido que el dolor podía coexistir con la aceptación, e incluso con una extraña forma de gratitud.
“Gracias”, les susurró a Saltarín y Manchitas, aunque ya no estuvieran ahí para escucharla. “Gracias por enseñarme tanto sobre el amor, la pérdida, y la complejidad de estar viva.”
Zeus se acercó y puso su cabeza en su regazo. Esta vez, Kaylay no vio manchas de sangre ni sintió rabia. Solo vio a su compañero fiel, que también había estado navegando las complejidades del día a su manera.
Los meses que siguieron trajeron una nueva perspectiva a la forma en que Kaylay cuidaba a sus conejos restantes. Los amaba igual de profundamente, pero ahora entendía que su amor incluía aceptar todas las dimensiones de lo que significaban en su vida y en su cultura.
Siguió criándolos con el mismo cariño, pero también comenzó a enseñarle a su hermana menor sobre la responsabilidad, el amor, y la aceptación de los ciclos naturales de la vida.
Y cuando llegó el momento, algunos meses después, de que la familia necesitara nuevamente conejos para otra celebración, Kaylay, aunque aún sintió tristeza, pudo participar en la decisión de una manera más madura.
“Podemos llevar a estos dos”, dijo, señalando a dos de los conejos más nuevos. “Pero quiero estar presente esta vez. Quiero agradeceles personalmente.”
Sus padres la miraron con una mezcla de sorpresa y respeto. Su niña estaba creciendo, aprendiendo a navegar las complejidades del mundo adulto sin perder su capacidad de amar profundamente.
Esa noche, después de la nueva celebración familiar, Kaylay escribió en su diario:
“Hoy aprendí que crecer no significa dejar de sentir profundamente. Significa aprender a sentir profundamente Y entender el contexto más amplio de esos sentimientos. Mis conejos me han enseñado sobre el amor incondicional, pero también sobre la aceptación, la gratitud, y la complejidad hermosa y dolorosa de estar viva en este mundo.
Zeus sigue siendo mi compañero fiel, y ahora entiendo que él también estaba aprendiendo ese día, tratando de entender los cambios en nuestro pequeño mundo familiar.
La vida es rara, hermosa, dolorosa y rica en formas que nunca imaginé. Y creo que eso está bien.”
Y bajo la luz suave de su lámpara de noche, con Zeus dormido a los pies de su cama y los suaves sonidos de sus conejos restantes llegando desde el patio, Kaylay se durmió con una nueva comprensión de lo que significaba amar completamente en un mundo complejo.