Dudas
- Lectura en 9 minutos - 1875 palabrasEl Despertar de Kaylay
Era un jueves cualquiera cuando Kaylay abrió los ojos, pero algo había cambiado en ella durante la noche. No fue un cambio físico que pudiera verse en el espejo, sino algo más profundo, como si una pregunta hubiera germinado en su corazón mientras dormía: ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el punto de todo esto?
A los dieciséis años, Kaylay había comenzado a ver el mundo con ojos diferentes. Ya no era la niña que encontraba magia en los cuentos de hadas o que creía que todos los problemas tenían soluciones fáciles. El mundo se le presentaba ahora como un lugar complejo, a veces cruel, donde las personas sufrían sin razón aparente y donde los sueños a menudo se estrellaban contra la realidad.
Durante semanas, esta pregunta la persiguió como una sombra. Se levantaba cada mañana sintiendo un peso extraño en el pecho, como si llevara una mochila invisible llena de piedras. En el espejo, veía a una joven que parecía perdida en su propio reflejo, buscando respuestas que no llegaban.
Fue entonces cuando comenzó a lastimarse a sí misma, no físicamente, sino con palabras más filosas que cualquier cuchillo. “Eres inútil”, se decía. “No sirves para nada. Eres una carga para todos.” Cada día inventaba nuevas formas de menospreciarse, como si al hacerse pequeña pudiera encontrar algún tipo de alivio a esa sensación de vacío.
Sus padres notaron el cambio. Su madre, una mujer de manos suaves que trabajaba dobles turnos para mantener a la familia, intentaba acercarse con preguntas tiernas: "¿Cómo estuvo tu día, mi amor?" Pero Kaylay había construido muros invisibles a su alrededor, y sus respuestas eran cada vez más cortantes, más distantes.
Su padre, un hombre de pocas palabras pero gran corazón, trataba de animarla con bromas o invitaciones a caminar juntos, pero Kaylay rechazaba cada intento de conexión. Se había convencido de que era mejor estar sola con su dolor que compartir lo que consideraba su “defecto” con quienes la amaban.
Las noches eran las peores. Acostada en su cama, mirando el techo en la oscuridad, Kaylay se hacía preguntas que la torturaban: "¿Por qué nací si voy a sufrir? ¿Por qué mis padres decidieron traerme a un mundo tan difícil? ¿No se dieron cuenta de que esto no iba a ser fácil?"
Los días se volvieron una rutina de automaltrato emocional. Kaylay había perfeccionado el arte de encontrar defectos en todo lo que hacía. Si sacaba buenas calificaciones, se decía que había tenido suerte. Si alguien le sonreía, pensaba que era por lástima. Había creado un filtro mental que convertía cada experiencia positiva en algo negativo.
Una tarde, después de una discusión particularmente intensa consigo misma, Kaylay llegó al límite. Sus emociones eran como una tormenta descontrolada, y en medio de esa tempestad interior, las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas:
"¡Mamá! ¿Por qué me tuviste? ¡Yo fui un error! ¡No debería estar aquí!"
El silencio que siguió fue ensordecedor. Su madre, que estaba preparando la cena, dejó caer la cuchara que tenía en la mano. El sonido metálico contra el suelo resonó en la cocina como un grito. Se dio vuelta lentamente, y Kaylay pudo ver en sus ojos algo que jamás había visto antes: dolor puro, como si hubiera recibido una bofetada invisible.
"¿Cómo puedes decir eso?", susurró su madre, con la voz quebrada. No era enojo lo que había en su tono, sino una tristeza tan profunda que Kaylay sintió como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies.
Esa noche, Kaylay no pudo dormir. Las palabras que había dicho se repetían en su mente como un eco doloroso. Por primera vez en meses, no estaba pensando en su propio sufrimiento, sino en el que había causado. Comenzó a recordar cosas que había olvidado o ignorado deliberadamente.
Recordó cuando era pequeña y su madre le contaba la historia de su nacimiento. Le había dicho que cuando supo que estaba embarazada, había llorado de felicidad. Recordó cómo su madre le describía los nueve meses de espera: las náuseas matutinas que enfrentaba con una sonrisa porque sabía que significaban que su bebé estaba creciendo sano, las noches en que no podía dormir porque Kaylay pateaba desde adentro, como si ya quisiera conocer el mundo.
“Fueron las horas más largas y más hermosas de mi vida”, le había dicho su madre sobre el parto. “Cada contracción me acercaba más a ti. Cuando finalmente te tuve en mis brazos, supe que todo el dolor había valido la pena.”
Kaylay se incorporó en su cama, con lágrimas corriendo por sus mejillas. ¿Cómo había podido ser tan cruel? ¿Cómo había podido cuestionar la decisión más hermosa que su madre había tomado en su vida?
Al día siguiente, Kaylay se levantó temprano. Encontró a su madre en la cocina, preparando el desayuno como siempre, pero había algo diferente en ella. Sus movimientos eran más lentos, sus ojos menos brillantes. Kaylay se acercó lentamente, con el corazón latiendo fuerte.
“Mamá”, dijo suavemente. Su madre se volvió, y Kaylay pudo ver que tenía los ojos hinchados, como si hubiera llorado durante la noche. “Perdóname. No quise decir lo que dije ayer.”
Su madre la miró durante un largo momento, luego abrió los brazos. Kaylay corrió hacia ellos como cuando era niña, y por primera vez en meses, se permitió ser vulnerable.
“No tienes que pedirme perdón por sentirte perdida, mi amor”, le dijo su madre, acariciando su cabello. “Pero nunca, nunca pienses que fuiste un error. Tú fuiste la decisión más consciente y amorosa que tu padre y yo tomamos. Te elegimos, te esperamos, te soñamos mucho antes de que nacieras.”
En los días que siguieron, algo comenzó a cambiar en Kaylay. No fue una transformación instantánea, sino más bien como el amanecer: lento pero inevitable. Comenzó a ver las cosas con una perspectiva diferente.
Se dio cuenta de que su dolor era real y válido, pero también entendió que no tenía que definir quién era ella. Comenzó a observar más a su alrededor: vio cómo su madre trabajaba incansablemente no por obligación, sino por amor. Vio cómo su padre, aunque no era muy expresivo con las palabras, siempre se aseguraba de que tuvieran lo que necesitaran.
Una tarde, mientras ayudaba a su madre con la cena, Kaylay le preguntó: "¿Alguna vez te has preguntado por qué estamos aquí?"
Su madre sonrió, una sonrisa cansada pero llena de sabiduría. “Todos los días, mi amor. Y creo que la respuesta cambia conforme crecemos. Cuando eras bebé, pensaba que estaba aquí para protegerte y cuidarte. Cuando empezaste la escuela, creí que era para enseñarte. Ahora que eres casi una adulta, pienso que tal vez estoy aquí para aprender de ti también.”
"¿No te da miedo no tener todas las respuestas?", preguntó Kaylay.
“Antes sí”, admitió su madre. “Pero he aprendido que la vida no se trata de tener todas las respuestas, sino de hacer las preguntas correctas y estar dispuesta a seguir buscando. Y sobre todo, se trata de no buscar sola.”
Kaylay comenzó a entender que su búsqueda de sentido no tenía que ser una carga solitaria. Empezó a hablar más con sus padres, no solo sobre sus problemas, sino también sobre sus sueños y esperanzas. Descubrió que ellos también tenían dudas, que también se habían sentido perdidos a veces.
Con el tiempo, Kaylay empezó a desarrollar su propia filoKaylay de vida. Se dio cuenta de que tal vez el propósito no era algo que se descubría de una sola vez, como encontrar un tesoro enterrado, sino algo que se construía día a día a través de las decisiones pequeñas y grandes.
Comenzó a escribir. Al principio eran solo pensamientos sueltos en un cuaderno, pero gradualmente se convirtieron en reflexiones más profundas sobre la vida, el amor, el dolor y la esperanza. Escribir se convirtió en su forma de procesar el mundo, de darle sentido a sus experiencias.
Un día, mientras escribía sobre su experiencia, Kaylay se dio cuenta de algo importante: su dolor no había sido en vano. Había sido el catalizador para un crecimiento que no habría sido posible de otra manera. No estaba agradecida por el sufrimiento en sí, pero sí por la perspectiva que había ganado.
“Tal vez por eso estoy aquí”, escribió. “Para recordarle a otros que están pasando por lo mismo que no están solos. Para decirles que está bien sentirse perdido, pero que no tiene que ser permanente.”
Kaylay también comenzó a ver su juventud no como una desventaja, sino como una fortaleza. A los dieciséis años, tenía toda la vida por delante para explorar, para crecer, para encontrar nuevas respuestas a viejas preguntas. El mundo seguía siendo duro, eso no había cambiado, pero ella había aprendido que también podía ser hermoso, esperanzador, lleno de posibilidades.
Una tarde, mientras caminaba por el parque con su madre, Kaylay le dijo: “Sabes, creo que finalmente entiendo por qué decidiste tenerme.”
Su madre la miró con curiosidad. "¿Ah sí? ¿Por qué?"
“Porque sabías que el mundo necesitaba a alguien más que hiciera preguntas difíciles, que no se conformara con respuestas fáciles. Alguien que pudiera sentir profundamente y luego encontrar maneras de convertir ese sentimiento en algo útil para otros.”
Su madre se detuvo y la abrazó. “Tal vez tengas razón. Pero sobre todo, te tuve porque el mundo necesitaba exactamente a la persona que tú eres: única, pensativa, compasiva, y sí, a veces difícil. Pero perfectamente tú.”
Meses después, Kaylay seguía escribiendo. Sus reflexiones habían evolucionado hasta convertirse en cartas dirigidas a otros jóvenes que pudieran estar pasando por situaciones similares. En una de ellas escribió:
“Si estás leyendo esto y te sientes como yo me sentí, quiero que sepas algo: está bien cuestionar tu propósito, está bien sentirse perdido, está bien tener días oscuros. Pero también quiero que recuerdes todo lo que alguien tuvo que pasar para que tú estuvieras aquí. Piensa en tu madre cargándote nueve meses, sintiendo cada una de tus patadas como una promesa de vida. Piensa en las horas de trabajo de parto, en ese momento en que finalmente te tuvo en sus brazos y supo que todo había valido la pena.”
“No estás aquí por accidente. Fuiste elegido, esperado, soñado. Y aunque el mundo sea duro – y vaya que lo es – también es un lugar donde puedes hacer una diferencia, donde tu voz única puede ser exactamente lo que alguien más necesita escuchar.”
“Yo escribo esto no porque tenga todas las respuestas, sino porque finalmente entendí que no necesito tenerlas. Escribo porque puedo, porque quiero, y porque debo. Porque cada día descubro nuevas razones por las que estoy en este mundo, y tal vez, solo tal vez, mi historia pueda ayudarte a encontrar las tuyas.”
“El camino no es fácil, pero tampoco tienes que recorrerlo solo. Y eso, creo yo, hace toda la diferencia.”
Kaylay cerró su cuaderno y miró por la ventana. Era otro jueves cualquiera, pero esta vez, cuando abrió los ojos al mundo, lo hizo con esperanza. Aún tenía preguntas, probablemente siempre las tendría, pero ahora sabía que eso no era una debilidad. Era simplemente parte de ser humano, parte de estar vivo, parte de la hermosa complejidad de existir.
Y por primera vez en mucho tiempo, eso le parecía suficiente.