Mi día que espero vuelva a pasar
- Lectura en 4 minutos - 699 palabrasBajo las hojas del parque
El día que lo conocí no esperaba nada. Había salido a caminar por el parque para despejar mi mente, porque llevaba días con un nudo en el pecho que no me dejaba respirar. El aire fresco y el sonido de las hojas me daban un poco de calma.
Me senté en una banca bajo un árbol grande, cerré los ojos y suspiré. Fue entonces cuando escuché una voz suave:
—¿Está ocupado?
Abrí los ojos y lo vi. Tenía un libro en la mano y una sonrisa tímida, como si no quisiera interrumpir demasiado.
—No, puedes sentarte —respondí casi sin mirarlo.
Él se acomodó a mi lado. Por un instante hubo silencio, solo el canto de los pájaros. Pero al poco rato, volvió a hablar:
—Es un buen lugar para pensar… o para perderse un poco.
Lo miré de reojo. Había algo curioso en él, una calma que me incomodaba y atraía a la vez.
—Yo más bien vengo a distraerme —admití.
—¿De qué? —preguntó, inclinando la cabeza, con esa atención que pocas personas muestran de verdad.
Sonreí, irónica.
—De todo.
Él rió suavemente y levantó su libro.
—Bueno, yo vengo a esconderme de la rutina. A veces los libros son más sinceros que las personas.
No pude evitar reír.
—Eso sí que es verdad.
La conversación fluyó con naturalidad. Hablamos de lo que estábamos leyendo, de películas viejas que ambos habíamos visto, incluso de tonterías, como la pareja que discutía a unos metros.
—¿Tú crees que duren? —me dijo, señalando con disimulo.
—Claro que no —contesté, riendo.
Él arqueó una ceja, divertido.
—Eres muy directa.
—Solo realista —repliqué.
Me hizo preguntas que nadie me había hecho en mucho tiempo.
—¿Qué te gusta hacer cuando estás sola?
—¿Cuál es el recuerdo más feliz que guardas?
—¿Qué sueñas cuando te dejas llevar?
Respondí con evasivas al principio, pero poco a poco me fui abriendo, como si esa banca hubiera creado un refugio invisible donde nada podía hacerme daño. Y aunque había chispa en la conversación, yo estaba demasiado atada a mis propios fantasmas como para verlo con claridad.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, se levantó y dijo:
—Bueno… fue un gusto. Ojalá volvamos a coincidir.
Asentí con una sonrisa débil, sin darme cuenta de lo mucho que esas palabras significaban.
El vacío de la ausencia
Los días pasaron. Dejé de ir al parque, absorbida por mis preocupaciones, aferrada a lo que en el fondo sabía que no me llevaba a ninguna parte. Y cuando por fin regresé, semanas después, su lugar estaba vacío.
Me senté, esperando. Una tarde. Dos. Tres. Nadie. Preguntaba con la mirada, buscaba entre la gente que caminaba, pero él no aparecía.
Una tarde, al ver la banca sola, murmuré para mí misma:
—¿Por qué te dejé ir tan fácil?
Me descubrí recordando cada detalle de nuestra charla. Su risa ligera, la forma en que escuchaba, sus preguntas que iban más allá de lo superficial. Entendí que lo había subestimado, que había dejado pasar a alguien que llegó a mi vida de manera sencilla, pero especial.
El arrepentimiento me quemaba por dentro.
El ritual de la espera
Con el tiempo, se volvió un ritual. Iba al parque, me sentaba en la misma banca y esperaba, aunque sabía que quizás nunca volvería. Algunas veces le hablaba al viento, como si él pudiera escucharme:
—Si vuelves a aparecer… te prometo que esta vez no me voy a callar.
—¿Sabes? Nunca nadie me escuchó como tú lo hiciste ese día.
—Creo que… te extraño, aunque apenas te conocí.
La gente pasaba, los días cambiaban, pero él nunca regresaba. Y sin embargo, yo seguía ahí, entre la esperanza y la melancolía.
Un final abierto
Hoy me siento de nuevo bajo el mismo árbol. El parque está lleno de voces, de niños jugando, de bicicletas que pasan veloces. Cierro los ojos y, por un instante, puedo escuchar su risa, como un eco lejano.
¿Volverá algún día? No lo sé. Quizá el destino lo llevó a otra parte. O quizá, en una tarde cualquiera, vuelva a sentarse a mi lado con un libro en las manos.
Hasta entonces, sigo esperando, aferrada al recuerdo de lo que pudo ser.