Cuando Mi Héroe Creció
- Lectura en 5 minutos - 1063 palabrasCreciendo con Lelo
Por Kaylay
Cuando era pequeña, Lelo era mi todo. No solo mi hermano mayor… era mi héroe, mi compañero de aventuras, mi cómplice en todo. Éramos inseparables. No porque lo dijera mamá o porque saliéramos juntos a todas partes, sino porque así lo sentía desde lo más profundo de mi alma de niña. Donde él iba, yo quería ir. Lo que él hacía, yo también lo intentaba, aunque me saliera mal, aunque me riera de mí. Me daba igual. Solo quería estar con él.
Aunque me sacara tres años y a veces dijera que yo era una “niña molesta” frente a sus amigos, siempre terminábamos riéndonos por cualquier tontería. Nos peleábamos por el control del televisor, por quién comía la última galleta, por quién se sentaba adelante en el carro, por cosas que ahora parecen tan insignificantes… pero a los cinco minutos ya estábamos haciendo una coreografía ridícula en el cuarto o una guerra de almohadas en la sala, gritando hasta que mamá nos callaba.
Éramos caos, risa, llanto, travesuras. Éramos un equipo invencible. Él me defendía cuando los niños del barrio se burlaban de mí, y yo le guardaba sus secretos como si fueran tesoros. Recuerdo que una vez me dijo: “Tú y yo contra el mundo, hermanita”. Y yo le creí. Le creí con todo mi corazón de siete años.
Pero los años empezaron a pasar. Y Lelo empezó a cambiar.
Al principio fueron pequeñas cosas. Dejó de invitarme a sus juegos. Cuando llegaban sus amigos, me pedía que me fuera a mi cuarto. “Es cosa de grandes”, me decía, y yo no entendía por qué de repente yo había dejado de ser suficiente. Después, se encerraba en su habitación por horas. Ya no me dejaba entrar. Cuando tocaba la puerta, me gritaba desde adentro que estaba ocupado, que no era momento, que lo dejara en paz.
Intenté seguir siendo la misma. Seguir buscándolo, hablándole como siempre, esperándolo después del colegio para contarle lo que había pasado en mi día… pero parecía que ya no me escuchaba. Sus respuestas eran de una sola palabra: “sí”, “no”, “después”. Como si yo fuera un mosquito molestoso que había que espantar.
Cada vez que cerraba la puerta en mi cara, una parte de mí se apagaba también. Y cada noche, lloraba en silencio preguntándome qué había hecho mal. Por qué mi hermano, mi mejor amigo, mi héroe, ya no me quería cerca. Me sentía como si hubiera perdido la mitad de mí misma.
Y un día, sin darme cuenta, dejé de buscarlo. Dejé de tocar su puerta. Dejé de esperarlo. Dejé de intentarlo.
Fue la decisión más dolorosa de mi infancia, pero también la más necesaria. Porque dolía demasiado seguir rogando por amor que parecía haberse acabado.
No sé si fue porque creció… o si simplemente se cansó de tenerme cerca. Y por mucho tiempo, eso me dolió como una herida que no sanaba. Me hizo sentir invisible, como si todo lo que habíamos vivido juntos no hubiera significado nada para él.
Durante años, fuimos dos extraños viviendo en la misma casa. Nos saludábamos en el desayuno, nos ignorábamos en la cena. Él tenía su vida, sus amigos, sus secretos. Y yo aprendí a tener los míos. Aprendí a no necesitarlo, aunque por dentro siguiera extrañando a mi hermano de antes.
Hubo noches en las que lloraba recordando cuando éramos pequeños. Noches en las que me preguntaba si él también me extrañaba, o si yo era solo un recuerdo molesto que prefería olvidar. Me dolía verlo reír con sus amigos de la forma en que antes reía conmigo. Me dolía que fuéramos desconocidos con el mismo apellido.
Pero yo también crecí. Y crecer dolió.
Con los años entendí que no fue rechazo, fue etapa. Los cambios, las hormonas, las emociones confusas, el mundo haciéndose grande de golpe. La presión de ser adolescente, de encontrar su lugar, de definir quién era sin que su hermana menor siempre estuviera pegada a él como una sombra. Lo mismo que ahora yo empiezo a vivir, él ya lo había pasado. Solo que yo era demasiado pequeña para entenderlo entonces.
Hoy, con mis 17 años, volvimos a hablarnos. No fue un momento épico ni una reconciliación de película. Simplemente, un día me preguntó por mi día, y yo le contesté. Y desde entonces, poco a poco, hemos vuelto a construir algo. Algo diferente, pero real.
Nos contamos chismes, nos reímos, a veces recordamos viejas travesuras sin nostalgia forzada. Pero ya no es igual… Y creo que está bien. Ya no soy la niña que lo seguía a todas partes, y él ya no es el niño que sentía que tenía que cargar conmigo. Somos dos personas diferentes aprendiendo a conocerse de nuevo.
Ahora, cada uno tiene su espacio, sus secretos, sus heridas. Somos diferentes, pero compartimos cosas como los casi adultos que somos. Y aunque ya no soy su prioridad, ya no me duele. Porque entendí que no tengo que serlo para seguir siendo su hermana.
Lo bueno es que mamá siempre nos enseñó a caminar por el buen camino. Más que todo a él, porque ser el hermano mayor significa cargar expectativas que yo nunca tendré que llevar. Él es un adulto en formación, con toda la presión que eso implica… aunque todavía hace sus locuras, aunque todavía comete errores, aunque todavía está aprendiendo a ser quien quiere ser.
Y eso es algo que me encanta de Lelo, que, aunque crezca, aunque haya cambiado, aunque ya no seamos lo que éramos, sigue siendo él. Con su risa fuerte que ahora es más grave, con sus ideas raras que ahora son más complejas, con su forma tan suya de ser hermano… una forma que tuve que aprender a aceptar y amar de nuevo.
Y aunque ya no seamos los mismos de antes, aunque hayamos perdido esa inocencia, aunque ya no seamos el equipo invencible que creía que éramos para siempre, seguimos caminando juntos. Cada uno a su ritmo, cada uno con sus cicatrices, cada uno cargando lo que la vida nos ha dado.
Pero en el mismo camino. Y eso, al final, es lo único que importa.
Tal vez crecer sea eso: aprender a amar a las personas no por lo que fueron, sino por lo que son ahora. Y aprender a perdonar el dolor que nos causaron sin saberlo, mientras ellos también aprendían a crecer.